Pepe Mujica y el gatopardismo viernes, 5 de marzo de 2010

"Van a tener leyes claras y tangibles para propiciar un ámbito oportuno de inversiones. (...) Jugala acá que no te van a expropiar ni te van a doblar el lomo con impuestos"

José Mujica, en un almuerzo frente a 1.500 empresarios, 10-02-2010























La peor astilla
por Martín Caparrós

Y entonces, cuando ya parecía que nadie podría matarle el punto al presidente Lula, apareció el presidente Pepe –o, mejor, el presidente Elpepe– y le dio cuatro vueltas. Es improbable que salga otro mejor: creo que, a esta altura, podemos afirmar que el título continental de Peor Astilla va a quedar, por mucho tiempo, en manos del honorable señor José Mujica, presidente de ROU.

–¿La peor astilla?

–Sí, ¿no la recuerda? La del mismo palo, bó.

El presidente Elpepe es la culminación de uno de los recursos más astutos de la política sudamericana en las últimas décadas: vamos con los arrepentidos. En los noventas, el capitalismo salvaje –con más o menos salvajismo según cada republiqueta– arrasaba con todo: tenía bula porque acababa de caerse un muro y la felicidad eterna del mercado era nuestro destino manifiesto. Pero sus gerentes se la creyeron tanto que arruinaron a demasiada gente –más gente o menos, según republiquetas– y la idea tuvo un momento de zozobra; fue entonces cuando llegaron –clarín, polvo, caballos– al rescate los arrepentidos.

Es probable que no lo hayan planeado, pero fue un truco extraordinario: el capitalismo desacreditado por sus errores y excesos –su soberbia, sus pozos de pobreza, sus cumbres de riqueza impúdica, sus políticos necios, su corruptela levemente obscena– necesitaba recuperar alguna legitimidad: ¿quién mejor para dársela que los que lo habían combatido? Así apareció, primero, un obrero izquierdista de los suburbios de San Pablo; así apareció, después, una mujer socialista con padre asesinado por Pinochet; así apareció, más tarde, un obispo tercermundista rebelde intransigente un poco putañero –e incluso apareció, diferente, más lejos, más arriba, la versión superhollywood 3D HD Dolby Digital, que no legitiman diez o veinte años de militancia izquierdista, faltaba más, sino siglos de esclavitud morena. ¿Quiénes más autorizados para decir miren, nosotros sabemos de qué estamos hablando, nosotros nos opusimos a este sistema, fuimos víctimas de este sistema pero ahora reconocemos que no hay nada mejor?

–¿Quién, pregunta? El presidente Elpepe.

El presidente Elpepe es, a todas luces, un hombre respetable –y de lejos resulta entrañable: un petiso panzón desaliñado sin la menor apariencia de soberbia, de ambición personal. Además fue guerrillero, estuvo preso trece años, sigue siendo un poco lengualarga, sigue vistiéndose tan pobre como antes, sigue viviendo en la misma chacra de los suburbios de Montevideo. Todo eso, por supuesto, subrayado y mejorado por la uruguayidad. (Para nosotros, argentinos, la uruguayidad es una trampa rara: nos convence de cosas. A mí me encanta –respeto mucho– su sentido de paisito digno y orgulloso de no ser muy orgulloso, su austeridad, su laicismo: que Uruguay no tenga Semana Santa sino Semana del Turismo me parece uno de los grandes logros del republicanismo liberal decimonónico, pero eso no hace que Punta del Este deje ser el gran lavadero y pelotero y tragadero de los ricos argentinos, ni que sus bancos sean su recurso cuando quieren fugar sus capitales.

“Es raro: son nosotros pero no lo son –escribí hace tiempo–. Hablamos casi el mismo idioma, vivimos en paisajes semejantes, pero nuestras historias nos fueron separando: si Buenos Aires fue la capital de un imperio que nunca existió, Montevideo fue el centro de una Suiza que tampoco. Aunque algo de aquella imagen se mantenga: el Uruguay nos parece amable, peludito y suave: ordenado, tranquilo, inocuo. Nos parece un espacio decente, de gente íntegra: algo así como la imagen mitificada de los viejos criollos. Y mantenemos esa imagen aunque el Uruguay viva, entre otras pocas cosas, del lavado de dinero: yo no tengo nada en contra de esa práctica económica –tan decente o indecente como la mayoría–, pero no es la mejor para sostener una reputación de país probo según las reglas consagradas. Y sin embargo, la sostienen.

–No me va a comparar al Uruguay con las islas Caimán.

–No, no es lo mismo morder que chupar mate.

El presidente Elpepe, queda dicho, sigue haciendo muchas cosas –es importante que siga, que establezca una continuidad– y es muy respetable y también piensa cosas que hace treinta y tantos años, justo antes de que lo metieran preso, lo habrían llevado a definirse como un enemigo mortal de sí mismo. Es lógico: la gente cambia, y la persistencia es a menudo persistencia en el error. Lejos de mí defender la tozudez; sí quiero, en cambio, pensar qué rol juegan esos cambios y esa gente que cambia, qué papel en la historia.

El presidente Elpepe sirve –como el resto del Batallón Astilla– para terminar de enterrar ciertas ideas: yo antes quise cambiar el mundo, muchachos, armar una sociedad sin ricos ni pobres pero eso no funciona; ahora sé que lo que hay que hacer es hacer más “vivible” –la palabra es suya– esta sociedad con ricos y pobres, poderosos y debilitados. Nosotros ya intentamos otra cosa pero no se puede, muchachos, hay que seguir con esto. Lo que sí, hagámoslo un poco más humano, que no parezca tan basura porque eso no queda bien y solivianta. El gran truco de los Astilla consiste en convencernos de que no cambiaron de metas sino de método: que siguen buscando el bienestar general pero que han descubierto que debe conquistarse dentro de este juego.

Por eso dicen de maneras variadas que, contra lo que solían pensar, ahora descubrieron que esa felicidad es una posibilidad del capital: “Vamos a darle al país cinco años más de manejo profesional de la economía, para que la gente pueda trabajar tranquila e invertir tranquila. Una macroeconomía prolija es un prerrequisito para todo lo demás” –dijo el presidente Elpepe en su discurso de asunción–. “Seremos serios en la administración del gasto, serios en el manejo de los déficit, serios en la política monetaria y más que serios, perros, en la vigilancia del sistema financiero. Permítanme decirlo de una manera provocativa: vamos a ser ortodoxos en la macroeconomía” –dijo, y todos sabemos que ortodoxo significa estricto capitalismo global financiero y que eso es, más allá de sus propuestas de “mayor educación para enfrentar a la pobreza”, lo que importa.

Para comprobarlo alcanza con ver el cariño con que lo tratan en estos días nuestros empresarios, nuestros grandes medios: un tipo razonable que les promete no cargarlos de impuestos, “un ex guerrillero que carga su mochila sin resentimientos” y ha sabido dejar el pasado en el pasado. Tan amable les resulta que les sirve, también, como arma arrojadiza contra los Kirchner: el presidente Elpepe sí que es un setentista bueno, uno que entendió las lecciones de la historia, que sabe que hay que conversar, negociar, contemporizar: que dice que “hace rato que todos aprendimos que las batallas por el todo o nada son el mejor camino para que nada cambie y para que todo se estanque”.

No porque los Kirchner vayan a todo o nada, sino porque exageran discursos y muecas. Ellos, que detectaron el fenómeno enseguida, intentan pertenecer al batallón Astillas pero no terminan de calificar: su historia militante es muy tenue, dudosa, entonces ahora tienen que sobreactuar su condición y terminan irritando a unos y a otros. Mujica no necesita discutir si militaba de verdad, si estuvo preso una semana o dos: puede mostrarse más sereno. No debe ganarse la legitimación con gestos ampulosos: ya la tiene –y por eso les resulta tan útil.

–Caparrós, lo hacía más moderno.

–¿Qué quiere, que me ponga seis aros en la punta del bigote?

–No, mi estimado, que no siga con ese lenguaje y esas ideas tan pasadas de moda.

El último gran triunfo del capitalismo fue conseguir que incluso la palabra capitalismo parezca torpe y demodé, que supongamos que no es una forma de organizar las sociedades sino la única posible –y, para ese triunfo, los Astillas son bizcochuelo y guinda al mismo tiempo. Y conste –pienso, me atajo– que no lo digo por nostalgia de esas formas de socialismo autoritario, guevarista, leninista, que Elpepe y tantos otros defendíamos entonces; que no lo digo tampoco porque crea –lejos de mí– que cuanto peor algo es mejor; que sí lo digo porque creo que estos intentos de maquillar la crueldad de un sistema con polvos de izquierdita son una cumbre del gatopardismo.

–No, claro, el rey es un tirano intolerable.

–Y sí, no podemos seguir teniendo un rey.

–Bueno, un rey lo que se dice un rey mejor no, mi estimado Robespierre. ¿Pero qué le parece si ponemos un gran duque?

–¿Y qué haría ese gran duque, Lafayette?

–Nada, sería el amo del país y de sus ciudadanos pero no sería un rey. Alguien nos tiene que mandar, faltaba más.

Y lo digo porque el capitalismo lleva más de doscientos años construyendo un mundo donde la mitad de las personas vive mal, donde uno de cada seis hombres y mujeres pasa hambre, donde tantos se mueren de enfermedades que no matan ricos, donde unos pocos se imponen y saquean a miles de millones: esas cosas que ya no queda bien decir. Y lo digo porque creo que estos ex convertidos en adalides de un capitalismo más amable son la mejor fórmula para que ese estado de cosas dure un poco más: para renovar la expectativa de que el capitalismo puede dejar de ser lo que fue siempre y que, por lo tanto, no es tan urgente seguir buscando las formas de reemplazarlo por otra forma de organizar el mundo. Por eso lo digo –aunque no digo que lo hagan para eso. No se trata de juzgar intenciones; ésa, lo tengo dicho, es otra historia.

1 comentarios:

gervas dijo...

El tema sigue siendo que no hay una alternativa. No la hay en el sentido de que nadie da el paso al frente y plantéa: "Hay un mundo mejor, y es posible llevarlo a cabo de esta manera". O hay, como el querido Zizek, de quién se ríen sin prestarle verdadera atención, y no logran convencer más que a unos pocos locos.

Se teoriza sobre lo mejor que podríamos estar (creame, soy uno de esos teorizantes) pero nadie llega a esbozar "cómo". Porque claro, lo que el Pepe dice es que el no quiere poner más bombas, empuñar un sólo fusil más. Descartadas estas vías, quedan las utopías. Y como definió Ziziek la utopía es "una realidad que no puede sostenerse" (que no están dadas las condiciones) ¿No es este el humilde desafío de los gatopardos? Generar las condiciones, de otra manera: el gradualismo.
No defiendo esta postura, pero entiendo porqué lo hacen. También el pelado Lenin fue acusado de menchevique cuando aplicó la Nueva Política Económica, atrasando la concresión del socialismo real.

El caso de Cuba, para mi, es paradigmático: Por más buenas intenciones que hayan, por más decisión de cambiar la cosa que se tenga, no es suficiente. Obligados a transar hoy, silenciosos construímos el mañana. O no.

Este es un gran blog, lo digo con sinceridad. Si opino es porque sé que es un lugar donde se respeta la opinión. Pero como uruguayo este artículo me hace sentir incomprendido, y además siento que habla sobre un problema que no es tal. Los gatopardos son lo mejor que nos podía haber pasado de todas las cosas que podían haber pasado.
Lo otro es sueño, es utopía. No sobran gatopardos, faltan nuevos esquemas plausibles.