Con el ajuste, Europa alimenta el fantasma de la extrema derecha miércoles, 25 de abril de 2012

por Marcelo Falak
Ámbito Financiero, 25-04-2012

«El euro es una moneda demasiado fuerte que penaliza la competitividad de los países de Europa». «Quienes dicen que no hay alternativa al euro son unos mentirosos; se trata de una moneda que tiene sólo diez años, un paréntesis muy breve en la historia. Hemos vivido sin él durante siglos». «El pueblo español no puede aceptar lo que acepta el griego. Ni el francés, con bajas de salarios, de jubilaciones, multiplicación por cuatro de los suicidios, largas colas en los comedores sociales... nuestros pueblos no lo soportarán».

Las frases precedentes sugieren una salida radical a la crisis que vapulea a varios países europeos, en especial a España, pero representan, con los hechos a la vista, un cierto sentido común que, en sus días de peor humor, sobrevuela incluso los mercados financieros. Lo curioso es que ese sentido común no proviene del jefe de un partido enrolado en el tronco tradicional de la política europea sino de sus márgenes más cenagosos.

La autora de aquellas frases es Marine Le Pen, la líder del Frente Nacional, el partido de extrema derecha que quedó tercero en las presidenciales francesas del domingo con un récord de casi el 18% de los votos y cuyos votantes son cortejados en estas horas por los necesitados competidores del balotaje del 6 de mayo, François Hollande y Nicolas Sarkozy. La misma que se empeñó en los últimos años en emprolijar en lo posible los desbordes antisemitas y xenófobos de su padre Jean-Marie, para quien, recordemos, «las cámaras de gas fueron sólo un detalle de la Segunda Guerra Mundial», entre otras delicias.

En paralelo a la prédica contra el euro y contra los ajustes dictados desde Bruselas y Berlín, otras de sus propuestas fueron la renegociación de los tratados europeos para recuperar la soberanía de Francia, imponer un proteccionismo comercial que permita al país proteger sus puestos de trabajo y sostener el Estado social y la jubilación a los 60 años. Lo anterior, que resumió en la «ganchera» fórmula de «patriotismo económico», también apunta a un creciente sentido común forjado al calor de la crisis. El problema es que, con lo anterior, el combo incluye, por fin, el verdadero veneno ultraderechista: que sólo los niños con al menos un progenitor francés gocen de la ayuda social, la lucha contra la criminalidad con carácter de obsesión, la prohibición de portar símbolos religiosos ostentosos (el velo islámico, básicamente; de seguro no habla de prohibir los crucifijos que cuelgan del cuello de la buenas francesas) y el freno brusco a un fenómeno migratorio que, no lo olvidemos, fue estimulado en las épocas de expansión como fuente de mano de obra barata y desprotegida, y como reaseguro contra el envejecimiento de la población y el peligro terminal de las cajas jubilatorias.

Enfrente, fueron otros dos candidatos quienes ganaron, claro. Uno, Sarkozy, que se presentó como el piloto de tormentas que evitó para Francia el destino que corren hoy los otros países mediterráneos, y otro, Hollande, que ensayó un discurso social de cuya sinceridad muchos dudan, dados los enclenques antecedentes recientes de la socialdemocracia. Pero uno y otro, recordemos, coincidieron en la necesidad de abatir el déficit fiscal (el primero para 2016 y el segundo para 2017) y ajustar más el gasto, aunque con una sobrevaloración de las metas de crecimiento económico tan evidente que casi no dejaron dudas de que el esfuerzo final, dada la mayor debilidad esperable de la recaudación, será mucho más doloroso que el admitido.

Cerca de Francia, en Holanda, el Gobierno de Mark Rutte, cayó el lunes tras ser abandonado a su suerte por el partido xenófobo de Geert Wilders, un personaje oscuro que ha hecho del odio a lo islámico la inspiración de su lucha. ¿Qué es lo que no toleró el ultra? Un ajuste de 16.000 millones de euros para el año que viene, destinado a llevar el déficit fiscal del 4,7% del PBI en 2011 al límite del 3% establecido en los tratados constitutivos del euro. Para ello era necesario aumentar el IVA, congelar los salarios de los empleados estatales y recortar el presupuesto de salud.

Unos y otros, los políticos tradicionales de Francia y Holanda (y los de muchos otros países europeos, sin dudas), están dejando en las manos equivocadas visiones y propuestas de mero sentido común. Su empecinamiento en medidas que ya ni siquiera sirven para recuperar el favor de los mercados financieros acercan el espectro de un desembarco más pleno de los partidos extremistas en los gobiernos de varios países clave de la eurozona, algo que sería ruinoso para la propia construcción europea y, peor aún, para la propia democracia.

Y no sólo eso. Al buscar de nuevo el favor de los electores descarriados, terminan tomando banderas que, aunque no encajan fácilmente dentro de los límites del sistema, resultan legitimadas. La próxima vez, ¿para qué votar a la copia, poco convencida y que nunca cumple con lo prometido, y no a un original que ya no puede ser visto como algo «prohibido»?

Le Pen, Wilders y otros de su mismo pelaje se están erigiendo en los mejores representantes de los intereses de los obreros y los empobrecidos, algo que debería tener en mente Angela Merkel, el verdadero obstáculo al encuentro entre la economía y el sentido común, antes de, como lo hizo, horrorizarse por el ascenso de aquellos sectores. Hablar de un «voto enojado» puede conformar a algunos. Pero que no se engañen: de un modo u otro, éste siempre es racional.

La extrema derecha europea, contra lo que puede pensarse, tiene a su favor el sentido, al menos de corto plazo, de la historia. La construcción europea cruje hoy por todos lados y demuestra cuánto y cuán prematuramente se dio por muerto al Estado nacional. Este, pese a todo, sigue siendo, al menos por el momento, el actor central de la política, por más desarmado que se muestre frente a un capital, sobre todo financiero, que recorre el mundo a una velocidad desconocida en cualquier etapa anterior del capitalismo y que logra así imponer sus condiciones.

Los políticos tradicionales, mientras, se empeñan en gobernar con lógicas supranacionales espacios políticos que siguen correspondiendo a los viejos Estados nación. Los duros dictados de Bruselas, tarde o temprano, deben ser sometidos a electorados que no son otros que los franceses, los holandeses, los españoles, los alemanes... ¿Cómo sorprenderse luego por los resultados?

Más allá de vaticinios varios, ya desde 2008, el año de la implosión, se contaba con la experiencia histórica de la crisis del 30, el ascenso de los fascismos y la Segunda Guerra Mundial. Que nadie se declare ahora demasiado sorprendido.

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