I.
La vida es demasiado corta como para jugar al Candy Crush. Algo así pensaba el otro día mientras iba en el 152 y la cabeza me maquinaba a mil pensando en la jornada de laburo en el diario. Pero antes repasaba las preguntas que le iba a hacer a una fuente para otro trabajo. Y antes imploraba no haberme olvidado de llevar nada para la reserva en la inmobiliaria. Si todo sale bien, me mudo en tres semanas, pienso. Me encanta Villa Urquiza pero queda medio en la concha de dios y la idea es estar más cerca del laburo, de las fuentes y, por qué no, de futuros trámites. El burrito sencillo va solito al corral.
II.
El periodista es un ser multitasking. Alguien alguna vez dijo que el objetivo del socialismo es lograr que todas las personas puedan dividir su jornada en 8 horas de trabajo, 8 horas de sueño, y 8 horas de ocio creativo. Claro que para entonces el capitalismo ya había encontrado la manera de organizar el mundo de otra manera: nueve en el caso de los laburos de oficina (considerando la mentira de "la hora de almuerzo", el bocado mal preparado, peor calentado, engullido a las apuradas, como una hora real de descanso), nueve y media en el caso de algunos ejecutivos medios, o diez en el caso de los empleados del shopping, todo esto sin contar lo que lleva ir y volver al trabajo atravesando el coño urbano, ya sea en el Sarmiento de las 7:55 o en el 206 agarrando la Lugones a las 8 de la mañana. ¡Ah! Pero después, el payoff: el tiempo para consumir y disfrutar. Uno le da al sistema pero el sistema también le da a uno, ¿no es cierto? La cola interminable en el Pago Fácil subventilado, el servicio deficiente de Internet, el pago extra decretado unilateralmente por la tarjeta de crédito, y la inexistente señal de telefonía celular, 59 centavos el minuto excedente. Pasando en limpio, la jornada del laburante bajo el signo del capital dice algo así como nueve horas de trabajo puro y duro (promedio ponderado entre las 6 de los trabajadores del subte, la aristocracia obrera, y los diez de la empleada del local de ropas del Alto Palermo que se queda cerrando la caja), dos horas y media de viajes (un tibio promedio al interior de la clase trabajadora; hay quienes pasan mucho más tiempo todos los días arriba de un tren, una combi o un colectivo), una hora de trámites para mantener los servicios pagos y funcionando (un generoso promedio diario). Quedan poco más de 11 horas y todavía hay que ir al supermercado, llamar al plomero, cambiar la lámpara de la pieza, devolverle aquel llamado a Martín. Y dormir. El archivo de Excel cumple la función de un calendario en permanente mutación, amarillo, verde, gris, rojo, según niveles de urgencia. Entrevista JD, off JPP, llamar a AK, insistirle a LT, se va llenando con cuatro semanas de anticipación, como la agenda de un dentista, sólo que en lugar de atender en mi consultorio, soy yo el que termina yendo a todos lados. Jonathan Franzen tira abajo mi estrategia. "Verá más estando sentado en un sitio que corriendo detrás de algo", escribe, y me deja pensando.
III.
El shopping, el Fútbol para Todos y la Playstation como herramientas de control social. No tengo nada contra ellos. En última instancia la rat race exige rat games, ir al queso, sentir la descarga y volver al queso. Para qué nos vamos a poner moralistas, no tenemos más 16 años y ya nos cansó un poco la Escuela de Frankfurt. Pero he aquí la cuestión planteada al principio y a la que llegamos luego de un desvío (o desvarío). Tres años atrás, el uso del tiempo libre -la Frankfurter Schule se cansó de escribir sobre el tema- de este servidor hubiese sido una mezcla entre las salidas con amigos, la destrucción individual de neuronas (cuatro partidos al hilo en el Winning Eleven, un decir) y el ocio creativo: publicar un ranking de mejores canciones de los noventa, ir a ver una comedia sueca de tres horas a un festival de cine, esas cosas que suelen hacer los hiperescolarizados porteños. Hoy, los usos del tiempo libre son radicalmente distintos. En primer lugar, las salidas con amigos se redujeron a un mínimo histórico: los horarios ya no nos combinan tan bien, alguno del grupo aduce cansancio y cancela, en fin, la vida y todo lo demás. Pero hay más. ¿Para qué escribir en el blog si probablemente exija el mismo tiempo y dedicación que una nota de 700 pesos publicada en medios nacionales? ¿Para qué sentarme a ver una película de dos horas cuando podría estar avanzando ese capítulo sin terminar? Decíamos: la vida es demasiado corta para estar jugando al Candy Crush. O al Winning Eleven. O sentarse a escuchar ese CD que te compraste en enero. O estar escribiendo el post sobre los mejores hits de los ochenta. Casi cualquier cosa es improductiva medida con la vara capitalista de la productividad, que avanza como un cáncer sobre la capacidad de disfrute y que, como el camionero de Duel, te obliga a subirte a la ruta y a correr con el camión detrás soplándote la nuca.