El tren que chocó contra la estación de Once era un rejunte de ocho coches eléctricos fabricados en Japón entre 1955 y 1961, que llevaban andados, desde que en 1962 comenzaron a traquetear sobre vías argentinas, unos seis millones seiscientos mil kilómetros: 165 vueltas a la Tierra.
Hacía veinte años que habían cumplido su vida útil. Hacía veinte años que debían haber sido chatarra.
En esos veinte años –desde que pasaron de propiedad estatal a concesión privada (los ferrocarriles argentinos fueron privatizados a comienzos de los noventa)–, no habían recibido las reparaciones profundas necesarias (y obligatorias por contrato) para compensar el desgaste y la antigüedad. Los trenes eran apenas parchados, sus componentes recauchutados hasta el infinito.
El tren que chocó contra la estación de Once tenía cinco frenos de fábrica, construidos como un sistema de respaldos de seguridad, pero tres de ellos estaban anulados y un cuarto funcionaba con capacidad reducida.
Estaba construído para alcanzar 140 kilómetros por hora, pero el estado de las vías era tan dramático (rieles abollados y mal asentados, durmientes podridos, bulones faltantes) que los conductores tenían orden de no superar, durante la mayor parte del recorrido, los 40 kilómetros por hora.
No tenía velocímetro –ninguno de los trenes de TBA tienen velocímetro– , por lo que el conductor debía adivinar la velocidad a ojo.
Llevaba el triple de pasajeros para los que tenía capacidad, unas 2000 o 2200 personas. Era una manada de viejos elefantes que pesaba unas 560 toneladas.
El amortiguador hidráulico contra el que se estrelló estaba roto hacía años. No amortiguaba.
Desde el 22 de febrero, una pregunta dominó la conciencia nacional –y la investigación judicial, todavía en marcha: ¿por qué chocó el tren en Once?
Creo que la pregunta estaba mal formulada. La verdadera pregunta es otra: ¿por qué no hay más choques?
Cada mañana, cada tarde, cada noche, cuando un tren cargado de pasajeros llega a destino, se produce un milagro.
Hace 4 años.
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