por Martín Caparrós
Crítica, 11-07-2008
Sólo sé que no entiendo –casi– nada. La sensación, por más socrática que sea, no termina de gustarme. Y no la contaría –a quién le importa que yo no entienda ciertas cosas– si no fuera porque creo que nos pasa a muchos. Mal de muchos, ya se sabe, puede ser tonto consuelo –o un problema digno de pensarse.
–¿Pensar, dijo, mi estimado?
–Sí, dije, pero no se preocupe, no se lo dije a usted.
Hace unos días, en esta página, tras despotricar contra la idea de actualidad, propuse una pregunta: “¿Qué cuestiones, qué historias, qué temas habría que contar en estos días? ¿Qué nos estamos perdiendo y deberíamos saber? ¿De qué vale la pena hablar?”.
–Vos sí que sos un pelotudo, Caparrós.
Contestaron diez o doce –con sus matices y sus variaciones– para demostrar que no tienen nada que decir. Pero hubo docenas y docenas que propusieron temas: la salud, los cambios técnicos, la explotación infantil, la donación de órganos, la pobreza, muchos la educación, muy pocos la política, nadie internacionales, más historias de vidas, más análisis social; tomé nota.
Y me impresionó particularmente un mensaje que no era una propuesta. Charito, 59 años, decía: “Mirá Martín, sé que hace rato no caminamos por las mismas sendas. Yo también fui ‘compañera’ (perseguida, exiliada, etcétera). Tengo seguramente muchas observaciones que hacer a este gobierno, y las hago porque sigo trabajando en un barrio humilde con una biblioteca, pero estoy convencida de que hacerlas hoy, con el ataque masivo de la nueva derecha, de la clase media mezquina que nunca quiso compartir ni un céntimo, cuando veo que en la plaza de mi ciudad cacerolean las señoras de estancieros y militares (entre las que se halla la del militar que estamos juzgando por delitos aberrantes de lesa humanidad, entre cuyas víctimas se encuentra mi hermano), me inclino definitivamente por este lado, por este gobierno acompañado de miles de compañeros. Sabemos que no son ‘prolijos’, es un movimiento un poco despelotado, no se puede ‘clasificar’ todo lo que pasa, no responde estrictamente a la lucha de clases según manuales, pero es lo único que hay”.
Me impresionó, supongo, porque sintetizaba varias discusiones que tuve en estos días con amigos que sostienen, de una manera u otra –en general airada, belicosa pero honesta–, argumentos semejantes, que me dejan genuinamente confundido: pensando en lo que dicen.
–Vamos, Caparrós, no mienta, que sus patrones ya le dijeron lo que tiene que decir.
–Sí, me lo dan por escrito cada mes, junto con el sobre. Pero como yo soy traidor por naturaleza…
La idea de que este gobierno se merece apoyo porque sus enemigos son nefastos no me satisface. Hace dos o tres años escribí que cuando veía cuán torpes brutos gorilas lo atacaban me daban ganas de apoyar a Kirchner, pero entonces miraba su gobierno y se me pasaba.
Ahora veo que hay muchos que siguen pensando que los enemigos de sus enemigos son sus amigos –y apoyan a los talibanes contra Bush, digamos, o quizá viceversa. Y hace semanas escribí que esta pelea por el dinero de los granos –esas ganancias extraordinarias que nos premian por el hambre de los millones que ya no pueden pagar esos precios– me parece, por decirlo a la manera antigua, una disputa entre facciones del poder burgués donde no me siento representado por ninguna. Es, visiblemente, lo contrario de lo que dicen Charito y muchos otros.
Y lo dicen con un énfasis extraordinario. Hacía décadas que no había, en la Argentina, divisiones tan tajantes y tan confusas al mismo tiempo. En el menemismo, por ejemplo, las líneas estaban más claras: no solía encontrar, entre mis conocidos, alguien que lo defendiera. Los menemistas eran claramente otros –que incluían, sin ir más lejos, a casi todo el gobierno actual. Ahora las líneas son más caprichosas, dividen abruptas a gente que siempre estuvo más o menos cerca. Pero lo que más me inquieta es que no termino de entender qué se juega en esta discusión tan crispada.
Digo, para empezar: ¿en defensa de qué se ponen tan enfáticos mis amigos K? Se lo he preguntado a varios de ellos, sin conseguir respuestas satisfactorias. Más allá de los clásicos argumentos sobre los derechos humanos –de hace 30 años–, es cierto que este gobierno ha recuperado algo del rol del Estado en la Argentina: estaba tan disminuido por el menemismo que esos ligeros retoques son grandes avances –que, en el mejor de los casos, le darán una presencia sólo cinco veces menor que en 1985, un suponer, o 1960, cuando tenía el control de los recursos básicos, los servicios esenciales, las industrias estratégicas, la salud, la seguridad, la educación.
Y después vienen las declaraciones y discursos: la igualdad, la redistribución, la independencia, esas nociones que nada –o tan poquito– de la práctica socioeconómica del gobierno parece sostener. Digo: ya tuvieron cinco años y el nivel de desigualdad se parece al de 1995, pleno menemismo.
Pero siguen hablando de eso –qué bueno– y todos estos amigos se entusiasman.
–¿Y a usted no le gustaría entusiasmarse?
–No sabe cuánto, mi querido. Nada mejor que estar enamorado, aunque sea de la vaca Lengüita.
Creo que somos muchos los que querríamos creer. Pero necesitamos poder: algo que nos lo permita, razones para que no sea un acto ciego, pura fe, puro cabreo –aunque esto suene demasiado razonable, demasiado poco peronista.
Las divisiones ya están hechas, y parecen profundas. Sería bueno, quizá, que el gobierno K las justificara. Que, en lugar de pensar cómo recomponer su imagen con un anuncio aquí, un acto allá, nos dijeran –a los que ya los siguen, a los que no los odian– valdría la pena apoyarlos, o sea: que enuncien un plan. Que detallen, en términos muy claros, sin palabrerío, con planes, cifras, plazos, las diez o quince medidas principales que vayan a tomar en sus tres próximos años.
Así, entonces, sabremos – más allá de historias personales, boinas o mocasines, la pavada– por qué es la pelea, con quién, para qué. Así, entonces, por lo menos la crispación valdrá la pena.
Hace 4 años.
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