"La izquierda se enfrenta a la difícil tarea de enfatizar que estamos tratando con la economía política -que no hay nada 'natural' en estas crisis, que el sistema económico global existente se apoya en una serie de decisiones políticas- al tiempo que es plenamente consciente de que, mientras nos mantengamos dentro del sistema capitalista, la violación de sus reglas efectivamente causa fallas económicas, dado que el sistema obedece a una lógica propia".
Qué puede hacer la izquierda
(What is left to do?)
por Slavoj Zizek
New Left Review #64, 2010
Durante las protestas de este año contra las medidas de ajuste de la Eurozona (en Grecia y, en menor escala, Irlanda, Italia y España) dos historias se han impuesto. La predominante, alentada por el establishment, propone una naturalización despolitizada de la crisis: las medidas son presentadas no como decisiones fundadas en elecciones políticas, pero como imperativos de una neutral lógica financiera: si queremos estabilizar nuestras economías, tenemos que tragar la píldora amarga. La otra historia, la de los trabajadores, estudiantes y jubilados que protestan, ve a las medidas de austeridad como otro intento más del capital financiero internacional de desmantelar los últimos resabios del Estado de bienestar. Desde una de las perspectivas, el FMI aparece como un agente neutral de orden y disciplina; desde la otra, como un agente opresivo del capital global.
Hay un momento de verdad en ambas. Uno no puede dejar de notar la dimensión del superego en la manera en la que el FMI trata a sus estados miembros —los reta y castiga por deudas impagas mientras simultáneamente les ofrece nuevos préstamos, que todo el mundo sabe que no podrán devolver, llevándolos aún más al fondo del círculo vicioso de la deuda que genera más deuda. Por otra parte, la razón por la que esta estrategia funciona es que el Estado que pidió el préstamo, plenamente consciente de que jamás deberá devolver todo el monto de la deuda, espera beneficiarse de ello en última instancia.
Pero si bien cada historia tiene un grado de verdad, ambas son, en el fondo, falsas. La historia del establishment europeo esconde el hecho de que los enormes déficits crecieron por los masivos salvatajes al sector financiero y los ingresos decrecientes del gobierno durante la recesión; el gran préstamo a Atenas será usado para pagar la deuda griega a los grandes bancos franceses y alemanes. El verdadero objetivo de las garantías de la Unión Europea es ayudar a los bancos privados, ya que si cualquiera de los estados de la Eurozona entra en quiebra, ellos recibirán un fuerte golpe. Por otra parte, la historia de los manifestantes refleja una vez más la miseria de la izquierda actual: no hay un contenido positivo o programático en sus demandas, sólo un rechazo generalizado a comprometer el Estado benefactor existente. La utopía aquí no es un cambio radical de sistema, pero la idea de que uno puede mantener un Estado benefactor dentro del sistema. Acá, una vez más, uno no debería perder de vista el grado de verdad del argumento contrario: si nos mantenemos dentro de los confines del sistema capitalista global, las medidas para exprimir más dinero de los trabajadores, estudiantes y jubilados son, efectivamente, necesarias.
Uno a menudo escucha que el verdadero mensaje de la crisis europea es que no sólo el Euro sino todo el proyecto de la "Europa unida" está muerto. Pero antes de firmar su certificado de defunción, uno debería agregar un giro leninista al asunto: Europa ha muerto, sí, pero ¿cuál Europa? La respuesta es: la Europa post-política del acomodamiento al mercado mundial, la Europa rechazada repetidamente en los referendums, la Europa de los expertos y tecnócratas de Bruselas, la Europa que se presenta a sí misma como la fría, matemática, razón europea contra la corrupción y la pasión griegas. Pero, utópico como pueda parecer, aún hay lugar para otra Europa: una Europa repolitizada, fundada en un proyecto emancipatorio compartido; la Europa que dio nacimiento a la antigua democracia griega, la revolución francesa, la revolución rusa. Por eso uno debe evitar la tentación de reaccionar a la actual crisis financiera regresando a los Estados-nación plenamente soberanos, una presa fácil para el capital internacional que circula libremente, que puede enfrentar a los Estados entre ellos. Más que nunca, la respuesta a cada crisis debe ser más internacional y universal que la universalidad del capital global.
Un nuevo período
Una cosa es clara: luego de décadas del Estado de bienestar, cuando los ajustes eran relativamente limitados y venían con la promesa de que las cosas pronto volverían a la normalidad, ahora entramos en un período de estado de emergencia económica permanente: toda una forma de vida. Junto con ella aparece la amenaza de medidas de austeridad más salvajes, recortes en beneficios, menos servicios educativos y de salud y trabajos más precarios. La izquierda se enfrenta a la difícil tarea de enfatizar que estamos tratando con la economía política —que no hay nada "natural" en estas crisis, que el sistema económico global existente se apoya en una serie de decisiones políticas- al tiempo que es plenamente consciente de que, mientras nos mantengamos dentro del sistema capitalista, la violación de sus reglas efectivamente causa fallas económicas, dado que el sistema obedece a una lógica propia. Entonces, aunque estemos claramente entrando en una nueva fase de explotación, facilitada por las condiciones del mercado global (terciarización, etc), también deberíamos tener en cuenta que esto se impone por el propio funcionamiento del sistema, siempre al borde del colapso financiero.
Sería inútil, entonces, sólo esperar que la crisis actual sea limitada y que el capitalismo europeo continúe gareantizando un estándar de vida relativamente alto para cada vez más personas. Esto sería de hecho una política extrañamente radical, cuyo principal objetivo es que las circunstancias continúen volviéndolo inoperaitvo y marginal. Es en contra de este razonamiento que uno debe leer el slogan de Badiou, mieux vaut un désastre qu’un désêtre, mejor un desastre que un no-ser; uno debe tomar el riesgo de ser fiel a un Evento, aun si el evento termina en un "oscuro desastre". El mejor indicador en la falta de confianza que la izquierda actual tiene sobre sí misma es su miedo a la crisis. Una izquierda verdadera se toma en serio a una crisis, sin ilusiones. Su concepción es que, a pesar de que las crisis son peligrosas, son inevitables, y que son el terreno en el cual las batallas deben ser dadas y ganadas. Por lo cual hoy, más que nunca, el viejo dicho de Mao Zedong es pertinente: "La naturaleza está en completo caos. La situación es excelente".
Hoy no faltan anti-capitalistas. Estamos presenciando una sobrecarga de críticas a los horrores del capitalismo: investigaciones periodísticas, reportes televisivos y best-sellers sobre compañías que contaminan el medio ambiente, banqueros corruptos que continúan llevándose gruesos bonos mientras sus empresas son rescatadas por el dinero público, talleres esclavos donde los niños trabajan largas horas... Existe, sin embargo, un truco detrás de toda esta crítica, despiadada como puede parecer: lo que no se cuestiona, por definición, es el marco liberal-democrático en el cual estos excesos deben ser combatidos. El objetivo, explícito o implícito, es la regulación del capitalismo —a través de la presión de los medios, investigaciones parlamentarias, leyes más duras, investigaciones policiales honestas— pero nunca cuestionar los mecanismos institucionales liberal-democráticos del sistema legal burgués. Esto sigue siendo la vaca sagrada, que incluso las formas más radicales de "anti-capitalismo ético" (el Foro Social Mundial de Porto Alegre, el movimiento de Seattle) no se atreve a tocar.
Estado y clase
Es aquí donde el concepto clave de Marx sigue siendo válido, quizás más que nunca. Para Marx, la cuestión de la libertad no está en la propia esfera política, tal como sostienen las instituciones financieras cuando quieren pronunciarse sobre un país —¿Tiene elecciones libres? ¿Son los jueces independientes? ¿Existe una prensa libre de presiones? ¿Se respetan los derechos humanos?. La clave a la libertad real reside más bien en la red "apolítica" de relaciones sociales, del mercado a la familia, donde el cambio necesario para una mejora efectiva no es la reforma política, sino una transformación en las relaciones sociales de producción. No votamos quién posee qué, o sobre las relaciones entre los trabajadores y la dirección en una fábrica; todo esto es relegado a procesos que suceden por fuera de la esfera de lo político. Es ilusiorio esperar que uno puede efectivamente cambiar las cosas "extendiendo" la democracia hacia esas esferas, por ejemplo, organizando bancos "democráticos" bajo control popular. Los cambios radicales en este dominio quedan por fuera de la esfera de los derechos legales. Semejantes procesos democráticos pueden, por supuesto, tener un rol positivo. Pero siguen siendo parte de los aparatos del Estado burgués, cuyo propósito es garantizar el el funcionamiento sin trabas de la reproducción capitalista. En este preciso sentido, Badiou tenía razón cuando decía que el nombre del enemigo final no es capitalismo, el imperio de la explotación, sino la democracia. Es la aceptación de los "mecanismos democráticos" como el marco elemental que previene una transformación radical de las relaciones capitalistas.
Fuertemente ligada a esta necesidad de desfetichización de "instituciones democráticas" es la desfetichización de su contraparte negativa: la violencia. Por ejemplo, Badiou propuso recientemente ejercer "violencia defensiva" a través de la construcción de dominios libres, alejados del poder estatal, sustraídos de su dominio (como el movimiento Solidaridad en sus comienzos), y sólo resistiendo por la fuerza los intentos de aplastar y reapropiarse de estas "zonas liberadas". El inconveniente de esta fórmula es que se apoya en una distinción muy problemática entre el funcionamiento "normal" de los aparatos del Estado y el ejercicio "excesivo" de la violencia estatal. De hecho, el ABC de la lucha de clases sostiene que la vida social "pacífica" es sólo una expresión de la victoria (provisoria) de una clase —la dominante. Desde el punto de vista de los oprimidos, la propia existencia del Estado, así como del aparato de dominación de clase, es un hecho de violencia. Similarmente, Robespierre argumentaba que el regicidio estaba justificado no por probar que el Rey haya cometido un crimen específico; la misma existencia del Rey es un crimen, una ofensa contra la libertad del pueblo. En este mismo sentido, el uso de la fuerza por los oprimidos contra la clase dominante y su estado es siempre, en última instancia, "defensivo". Si concedemos este punto, "normalizamos" el Estado y aceptamos su violencia como apenas un problema de excesos contingentes. El slogan liberal clásico —de que a veces es necesario recurrir a la violencia, pero que nunca es legítima— no es suficiente. Desde la perspectiva radical-emancipatoria, uno debería darla vuelta: para los oprimidos, la violencia siempre es legítima —dado que su propio estatus es el resultado de la violencia— pero nunca necesaria: es siempre una cuestión de consideración estratégica el usar o no la fuerza contra el enemigo.
En resumen, el tema de violencia debe ser desmistificado. Lo que estuvo mal con el comunismo del siglo XX no fue su recurrencia a la violencia per se —la toma del poder estatal, la guerra civil para mantenerla— sino su modo más amplio de funcionamiento, que volvió a este tipo de recurrencia a la violencia algo inevitable y legitimado: el Partido como el instrumento de la necesidad histórica, etc. En una nota a la CIA, aconsejándoles sobre cómo desmoronar el gobierno de Allende, Henry Kissinger escribió brevemente: "Hagan gritar a la economía". Algunos ex oficiales de los Estados Unidos hoy admiten abiertamente que la misma estrategia se aplica en Venezuela: el antiguo secretario de Estado, Lawrence Eagleburger, dijo en Fox News que la economía venezolana "es la primera arma que tenemos contra Chávez, y la que deberíamos estar usando: las herramientas para empeorar la economía, de manera tal que su popularidad caiga en el país y en la región". Está claro que en la actual situación de emergencia económica no estamos lidiando con ciegos procesos del mercado sino con intervenciones estatales y financieras estratégicas y altamente organizadas, un intento de resolver la crisis a su favor —y en tales condiciones, ¿no puede haber medidas defensivas?
Estas consideraciones sacuden la cómoda posición subjetiva de los intelectuales radicales, quienes continúan con los ejercicios mentales que los deleitaron durante el siglo XX: la urgencia por volver catastróficas las situaciones políticas. Adorno y Horkheimer vieron catástrofe en la culminación de la "dialéctica del iluminismo" en el "mundo administrado"; Giorgio Agamben definió a los campos de concentración del siglo pasado como la "verdad" de todo el proyecto político occidental. Pero recuerden la figura de Horkheimer en Alemania occidental en la década del '50. Mientras denunciaba el "eclipse de la razón" en la moderna sociedad de consumo, simultáneamente defendía esa misma sociedad como la única isla de libertad en un mar de totalitarismos y dictaduras corruptas. ¿Qué pasaría si, en realidad, los intelectuales llevan vidas seguras y cómodas y, para ganarse la vida, construyen escenarios de de catástrofe radical? Para muchos, sin duda, si una revolución tuviera lugar, debería ocurrir a una distancia segura —Cuba, Nicaragua, Venezuela— para que, mientras sus corazones se regocijan pensando en eventos bien lejanos, pueden seguir avanzando con sus carreras. Pero con el actual colapso de adecuados Estados de bienestar en las economías industriales, los intelectuales radicales podrían alcanzar un momento de verdad cuando deban hacer sus aclaraciones: ¿Querían un cambio real? Ahí lo tienen...
En el dominio de las relaciones socioeconómicas, nuestra era se percibe a sí misma como una etapa de madurez en la que la humanidad ha abandonado los viejos sueños utópicos y aceptaron los contornos de la realidad —es decir: la realidad socioeconómica capitalista— con todas sus imposibilidades. El mandamiento "no podés" es su mot d'ordre: no podés embarcarte en grandes actos colectivos, que necesariamente terminan en terror totalitario; no podés aferrarte al viejo Estado de bienestar, te quita competitividad y lleva a la crisis económica; no te podés aislar del mercado global sin caer preso del espectro del juche norcoreano. En su versión ideológica, la ecología también aporta su propia lista de imposibilidades, llamados umbrales máximos —no más de dos grados de calentamiento global— basados en "opiniones de los expertos".
Es crucial distinguir aquí dos imposibilidades: el real-imposible del antagonismo social, y la "imposibilidad" que subraya el campo ideológico dominante. La imposibilidad es aquí redoblada, sirve como una máscara de sí misma: es decir, la función ideológica de la segunda es ofuscar la realidad de la primera. Hoy, la clase dominante quiere hacernos aceptar la "imposibilidad" de un cambio radical, de abolir al capitalismo, de una democracia no reducida a un juego parlamentario corrupto, para volver invisible el real-imposible del antagonismo que atraviesa las sociedades capitalistas. Este real es "imposible" en el sentido de que es el imposible del orden social existente, su antagonismo constituyente; lo cual no quiere decir que este real-imposible pueda ser abordado o radicalmente transformado.
Es por ello que la fórmula de Lacan para superar una imposibilidad ideológica no es "todo es posible" sino "lo imposible sucede". El real-imposible lacaniano no es una limitación a priori, que debe ser tomada en cuenta de manera realista, sino el dominio de la acción. Un acto es más que una intervención en el dominio de lo posible -un acto cambia las propias coordenadas de lo que es posible y crea, por ende, sus propias condiciones de posibilidad. Es por eso que el comunismo también concierne a lo Real: actuar como comunista significa intervenir en lo real del básico antagonismo que subyace al capitalismo global.
¿Libertades?
Pero la pregunta presiste: ¿Qué significa esta afirmación programática sobre hacer lo imposible cuando nos confrontamos con una imposibilidad empírica, el fiasco del comunismo como una idea capaz de movilizar a las masas? Dos años antes de su muerte, cuando era claro de que no habría una revolución en Europa, y sabiendo que la idea de construir el socialismo en un sólo país no tenía sentido, Lenin escribió:
¿Y si la completa desesperanza de la situación, al multiplicar los esfuerzos de los trabajadores y campesinos, nos ofrece la oportunidad de crear los requisitos fundamentales de la civilización de manera diferente a la de los países de Europa occidental?
¿No fue ésta la prédica del gobierno de Morales en Bolivia, del gobierno de Chávez en Venezuela, del gobierno maoísta en Nepal? Llegaron al poder por medio de elecciones "limpias", no a través de la insurrección. Pero una vez allí, usaron su poder de una manera "no estatal", al menos parcialmente: movilizando directamente a sus militantes, evitando la red representativa del sistema de partidos. Su situación es una causa "objetivamente" perdida: básicamente, todo el rumbo de la historia está en contra suya, no pueden apoyarse en ninguna "tendencia objetiva" empujando a su favor, todo lo que pueden hacer es improvisar, hacer lo que pueden en una situación desesperada. Así y todo, ¿no les da esto una libertad única? ¿No estamos —la izquierda hoy— todos en la misma situación?
Nuestra situación es la opuesta a la del clásico escenario de principios del siglo XX, en la que la izquierda sabía lo que debía hacer (establecer la dictadura del proletariado), pero debía esperar pacientemente su momento de ejecución. Hoy no sabemos lo que debemos hacer, pero debemos hacerlo ya, porque las consecuencias de la inacción podrían ser desastrosas. Estaremos obligados a vivir "como si fuésemos libres". Debemos arriesgar y tomar medidas en el abismo, en situaciones totalmente inapropiadas; debemos reinventar aspectos de lo nuevo, sólo para poder mantener funcionando el engranaje y mantener lo bueno de lo viejo —educación, sistema de salud, servicios sociales básicos. En resumen, nuestra situación es como aquello que Stalin dijo de la bomba atómica: no apta para cardíacos. O como dijo Gramsci, caracterizando la época que comenzó con la Primera Guerra Mundial, "el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro surgen los monstruos".
Traducción: Federico Poore
Hace 5 años.
1 comentarios:
Muy buen laburo de traducción, y excelentes imágenes como siempre.
"¿de quién es esta bicicleta...? Debo pagar por ella!"
:D
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