El cementerio de los elefantes viernes, 10 de febrero de 2012


















por Enrique Orozco

El habla
De periodismo habla cualquiera. Menos nosotros. Los que trabajamos y vivimos en los medios, los asalariados del rubro, los que somos mayoría pero no gobernamos, los que de a ratos obturamos el deseo de cualquier patrón. El periodismo puede ser definido según sus manuales, según sus orígenes, según su importancia, según su política y según sus intereses. El periodismo es una cartografía de grupos empresarios y una legión de nombres propios. Un archipiélago de pymes unipersonales que aparecen y desaparecen; un mundillo de vedettes sin erotismo. Es un arma que puede ser letal y también una relación compleja entre capital y trabajo. Es el parloteo de una civilización que se extingue. El periodismo es esa manada de pibes que creyeron que esa era la forma de contribuir a que las cosas vayan mejor. Un submundo de precarizados que, cuando hablan, parecen nuevos ricos. Una burocracia de viejos y de jóvenes que ya se cansó de todo y se muere de escepticismo y quietud en las redacciones. Y es un montón de terquedades que abren hendijas hacia otro horizonte. El periodismo es un recorrido cada vez más corto y más uniforme. El periodismo es una mierda, sí, pero casi todos somos periodistas o tendemos a serlo. El periodismo es el reverso de la política y la política lo quiere de su lado. El periodismo es propaganda. El periodismo es un enfermo terminal que sigue organizando sentidos hasta el último día.

La ideología
El periodismo insiste en ser una forma de intervención pública que, a través de un discurso repetitivo, encarna en el costado retardatario del sentido común. Cada vez más una ideología y cada vez menos un oficio. Eso es lo que nos interesa y debería interesarles también –por motivos distintos pero convergentes- a los que trazan sus líneas directrices. Porque se están suicidando demasiado rápido, muchachos. Y ustedes lo saben. El periodismo –a través de sus múltiples soportes- prescinde de la realidad que antes decía reflejar y se propone, antes que nada, defender su propia mirada del mundo. Dedica tuits, horas de vivo y páginas a reafirmar certezas que eclosionan en forma permanente. Echa tierrita sobre un campo minado y sigue caminando como si hubiera desactivado el explosivo. Hay una enorme porción de la experiencia social que se le escapa y hay una zona en expansión que ha renunciado a visibilizar. Predica por un horizonte favorable a sus intereses, detrás de la utopía de un liberalismo popular que consuman con fruición incluso sus víctimas. En Argentina funcionó durante décadas, hay que decirlo. Hasta el 2001, para evocar esa bisagra que la clase dominante cree haber dejado atrás y a la que tanto nos gusta volver a nosotros. Irresponsablemente. La institución que había ganado mayor “credibilidad” -es decir, más terreno político- tras el regreso de la democracia ahora se quedó sin política. Hace agua. No sabe moverse en un escenario en el que su rol se volvió patente y fue impugnado en gran parte de la región. Los medios operan en carne viva sobre los hechos que les interesan. Buscan incidir, afirmar la primera versión de la historia, sofocar cualquier voz disonante, transformar en show el dolor. La inmediatez y la superficialidad se retroalimentan. Ahí, las nuevas tecnologías –esa formidable democratización de la palabra- no van a contramano de la lógica mediática sino que afianzan la carrera por empaquetar la realidad y arrebatarnos la experiencia. Presurosos por imponer su lógica, se esfuerzan por adaptar lo que sucede a la arena del espectáculo. Pero la ideología periodística no se agota en lo que sale hacia fuera. Hacia adentro, los medios sistémicos son incubadoras de cinismo, escepticismo y sumisión. El cinismo es el elemento no dicho del catecismo de la libertad de expresión. Desconfiar siempre de las buenas intenciones de los que proponen algún tipo de transformación. Descreer siempre. Convalidar al fin, siempre que se pueda, el estado de cosas imperante. El escepticismo es la condición sine qua non. Nunca nada cambia para mejor.

La contradicción
El periodismo ortodoxo entiende la política únicamente en dos de sus facetas, la del robo, evidente y a gran escala, y la de la rosca. Allí donde la política habla de militancia y ofrenda, épica y amor (haciendo uso de su propia dosis de cinismo), el periodismo repone las nociones de punteros, activistas, mafias y piqueteros. El periodismo, que perdió su épica, se aplana así en una mirada despolitizada de la política. Para abordarla, decide comprimirla. Pero ya no puede. Esa cosmovisión se forjó en los años noventa en sincronía con el surgimiento de una generación ultraprecaria que mataba por ocupar un lugar en el firmamento mediático. Lo nuevo de esta década es la elocuente incapacidad de los medios sistémicos para asumir que la crisis de las instituciones también los incluye y la necedad para atrincherarse en el rol de víctima. Contribuye a eso la ausencia de roce social –tan constitutiva como la de cualquier elite- de la casta que conduce los medios. Es lógico: los mastodontes del periodismo pertenecen a un estamento privilegiado que, en el mejor de los casos, solo atina a leer lo que sucede en la base de la sociedad cuando le resulta fácilmente etiquetable. Pero lo que no acarreaba trastornos en la era del repliegue de lo público y la privatización de la existencia, ahora genera costos. El periodismo, que ayer marcaba el pulso de lo social, hoy queda la mayoría de las veces en off side. Los periodistas deberíamos tender hacia un contacto cada vez mayor con el universo que pretendemos relevar pero sucede al revés: salir al mundo sólo será posible si lo hacemos en busca de confirmar las tesis elaboradas en una cabina. Como en la política, a medida que se asciende se pierde vínculo con el afuera. Así se consolida la ignorancia ilustrada. En el periodismo actual, como en la política, no hay tiempo para el asambleísmo ni margen para los librepensadores. Los puestos de comandancia suelen estar reservados. Lo mismo sucede en los partidos y es lógico que también suceda enlos medios que amplifican el discurso del gobierno. Nadie sale indemne. Por eso, para nosotros, la crisis de los medios en Argentina es muy parecida a la que sufrió la política en el 2001. Se inicia en ese paredón lleno de luz que decía: “nos mean y la prensa dice que llueve”. El abajo que descifra el arriba. Sobre ese terreno, se proyectan las nuevas tecnologías que desbordan el oligopolio discursivo y multiplican decires. Pero esa es otra discusión, la que tiene que ver con la técnica y sus usos posibles.

La risa
El kirchnerismo lo advirtió tardíamente pero fue capaz de situar a los medios como actores políticos con intereses concretos. Kirchner los subió al ring y le fue bien. Comenzó de manera errática apuntando bajo hasta que dio un salto de calidad y enfrentó a Clarín, el socio discursivo predilecto de su mandato. En paralelo, casi con desesperación, comenzó a edificar un pool de medios afines. La continuidad de la política pasó a ser la guerra a través de los medios. Desde entonces, parece que no hay vida por fuera de la mediatización. El Gobierno se concentró en golpear al enemigo, dar a conocer sus intereses inconfesables y enchufar un parlante propio que propague buenas noticias para contrarrestar la agenda y el poder de veto mediático opositor. El kirchnerismo alumbró entonces el show de la buena onda y la autocelebración. Comenzó a reír. Adaptó formulas televisivas a sus necesidades discursivas. Se encandiló con su chiche nuevo y se engolosinó en el mundo de sentidos que inventó para ser feliz. Obtuvo, por fin, su ansiada realidad virtual. Sumó adeptos en pala, accedió a los jóvenes y siguió riendo. Se contentó con saber que el enemigo era feo y era falible. Eso lo llevó a reír incluso la noche del asesinato de Mariano Ferreyra. El discurso de las distintas elites opera en forma refractaria. Deja afuera porciones de la realidad con las que el enemigo nos aburre e ignora lo mismo que el enemigo, eso que transcurre en la base social, a espaldas de los massmedia. Ahora el control remoto garantiza una realidad virtual para cada subjetividad. Pero los polos se paralizan ante lo imprevisto, cuando ese universo paralelo e invisibilizado emerge en forma de esquirlas. Lo más estimulante de este tiempo fue el debate y la sanción de la ley de medios, que impulsó el kirchnerismo cuando volvió a abrirse a demandas preexistentes de los sectores populares. La Ley 26.522 habilitó la posibilidad de una democratización real, algo que el sector privado no puede digerir. Está a la vista: el gobierno no depende de que la Ley entre en vigencia para construir su propio arsenal simbólico. La necesidad es de la infinidad de medios alternativos y comunitarios y de las organizaciones que no tienen posibilidad de enunciar sus prioridades. La necesidad es de los que apostamos a crear otros modos posibles de intervenir, a decir de otra manera, a buscar más allá de este menú que nos venden como nuevo pero se repite cada día.

El porvenir
El periodismo tiene un futuro incierto. Su pobreza simbólica y su obviedad lo encaminan a una supervivencia hecha de estertores que, sin embargo, puede durar décadas. A los medios no le ha llegado su propio Kirchner, ese representante del anciano régimen que tomó cuenta de la crisis terminal que carcomía a los de su clase y decidió abrirse a lo nuevo para sobrevivir. Los medios no ven esa necesidad. Sólo promueven jóvenes que cumplen con el requisito de ser viejos y leales. Pero nadie tiene el futuro asegurado. Hasta los blogs, esa forma de periodismo catártico que fue novedosa y vital, puede volverse previsible y dejar de decir. La crisis de los medios sistémicos es una hermosa oportunidad. Quedan pocos nichos en el cementerio de los elefantes y los grandes saben que pocos sobrevivirán. Quizás sean los que encuentren la lucidez para reubicarse en un lugar más modesto en sociedades hiperinformadas que ya no se orientan solo por los mensajes que emite la industria periodística. ¿Cómo sigue la película? No sabemos. Pero nos interesa rescatar, entre la intuición, los indicios ciertos y la apuesta, a unos cuantos veteranos en su mayoría anónimos y a la nueva generación de periodistas –esa guerrilla dispersa y sin armamento propio- que nace entre las cenizas del periodismo sistémico y en busca de un aprendizaje que trascienda la escuela inicial mediática que ofrece el kirchnerismo. Desde arriba y desde afuera, resulta difícil y probablemente inútil verlos. La aristocracia del rubro, que tiene garantizado el bronce, tampoco necesita prestarles atención. Pero ese periodismo exógeno existe y presiona para sepultar a la ignorancia ilustrada que sigue cobrando el sueldo aunque ya tiene la jubilación lista. Ni pesimistas ni ingenuos. Una parte de ese futuro que llegó hace rato está en nosotros.

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