El accidente en la estación Once obliga a una profunda revisión de la política de servicios públicos y a una planificación integral del área de transportes.
por Carlos Leyba
Debate, 24-02-2011
La muerte, la mutilación, las heridas de cientos de personas, con todo el horror que exhiben, son apenas una parte de la tragedia a la que, sin duda, además de los sufrientes, han sido condenadas las familias que quedaron sin padre, sin hijos, sin hermanos.
Y también el miedo y la sospecha. Y el riesgo al que -durante el tiempo que dura la memoria y la improbable transformación del sistema- estarán condenados los usuarios de esos servicios.
El castigo, si cabe, estará muy bien. Pero la primera pregunta es cómo evitar la repetición de la tragedia. La mirada sobre el futuro señala otra dimensión del desamparo que resume una tragedia.
Desamparo, tal vez, sea la definición más aproximada: incumplimiento de los deberes de protección de los responsables de brindarla.
Esta afirmación no necesita de pericias técnicas. Sólo bastan las imágenes del ascenso y descenso de los pasajeros en horas pico, cada vez más numerosas; la manera en la que viajan, cada vez peor; y el estado interior de los vagones, cada vez más desvencijado.
¿Con qué nos vamos a comparar? ¿Cuál es el estándar? ¿Cuál es nuestro mejor posible? Las respuestas son responsabilidad del concedente.
La autoridad debe señalar cuál es el modelo deseado para saber cuán lejos o cerca estamos del mismo. Podría ser que, desde la perspectiva de la autoridad, lo que tenemos es “lo que hay”. O que, por el contrario, hay algo mejor en ciernes. En términos de esta tragedia, “lo que hay” tuvo este problema y punto. O bien, este problema deriva de “lo que hay”; y hay que cambiarlo por algo mejor en ciernes (que está en desarrollo).
Cuando el Estado concede lo hace para tener un servicio. ¿El que estaba brindando ese tren una hora antes de la tragedia? ¿Ése era el correcto para la autoridad? ¿El que calla otorga?
Las pericias abundarán. Cuestiones del material eléctrico y de seguridad; el estado de las vías y del parque de tracción. Asignar culpas. Las auditorías de organismos independientes; los dirigentes sindicales ya habían hecho denuncias públicas. Fernando Solanas filmó un documental que graficó la desidia de concesionarios y autoridades.
Pero hay un diagnóstico de la vida cotidiana que señala que, quien puede usar otro medio, simplemente lo hace. El tren es un “no hay más remedio”. Con excepciones, sólo viajan los que no lo pueden hacer de otra manera. Los que viajan pagan muy poco de manera directa. Pero, de manera indirecta, pagamos una inmensidad a través de los subsidios. Los concesionarios reciben mucho más del valor de lo que brindan: un intercambio desigual cuasi monopólico cobijado por el desamparo de la autoridad respecto de los usuarios.
¿Qué concesión de transporte ha generado pérdida? ¿Quién la devuelve? ¿Qué exige el Estado por los subsidios que paga? ¿Cuál es la contraprestación adecuada para el secretario de Transporte? ¿La que se brinda en un día feriado? ¿Qué política ferroviaria sería esa?
¿Alguien puede imaginar que quien pudiera pagar por viaje lo que finalmente cobra el concesionario lo pagaría a cambio de lo que recibe? No. Hay un intercambio desigual amparado por el Estado. Lo que el Estado pone no genera el servicio que debería brindarse.
No se trata sólo del tren. No tenemos un sistema de transporte “de matriz diversificada con inclusión social”. Tenemos un sistema amortizado que es un mecanismo que pone en evidencia la densidad urbana de la exclusión social. No es sólo esto. La precariedad del sistema incluye a las rutas nacionales; la ausencia de transporte ferroviario de cargas y pasajeros a larga distancia; la irracionalidad de transportar 100 millones de toneladas con camiones que cargan 30. Celebramos haber incrementado en un año (2011) el parque automotor en un 8 por ciento de unidades, sin aumentos similares en disponibilidad de vías, combustibles y lugares de guarda en las grandes ciudades.
El presente fracaso del sistema de transporte colectivo, entre otras cosas, irá agravando, como decía Juan Perón en 1972, los problemas de “una civilización del automóvil que se asienta sobre un cúmulo de problemas de circulación, urbanización, inmunidad y contaminación”. Hace cuarenta años.
En otra perspectiva, ¿por qué, a las condiciones de vida difíciles, hijas de un sistema de distribución derivado de uno de producción basado en la dinámica primaria del crecimiento, le seguimos sumando la precariedad de los servicios? La estructura productiva determina la distribución, el desarrollo de condiciones de equidad y de nivel de ingresos. Pero la estructura de los servicios básicos, transporte, salud, educación, seguridad, es la consecuencia directa y obligada de la acción pública.
Julio H.G. Olivera, el economista argentino vivo más respetado por todos los profesionales de todas las corrientes de pensamiento, al presentar el Plan Fénix señaló que el desequilibrio mayor “nace directa o indirectamente de la insuficiencia en la provisión de bienes públicos, desde la seguridad jurídica hasta la salud, la educación y la paz social”, porque “los bienes públicos no son sustitutos sino complementos insustituibles de los bienes privados” (tenemos) “una debilidad estructural, destinada a persistir mientras no alcance la oferta de bienes públicos el nivel indispensable para la plena utilización de los recursos productivos”.
Nada de esto que pasa puede entenderse sin comprender la insuficiencia que señaló Olivera; y que se suma a la precariedad del punto de partida (las condiciones de vida) del viaje de cada uno, que esta vez terminó en tragedia.
Todo desamparo es ausencia de vocación por prever y planificar. Es hijo de la filosofía del paso a paso y dejame a mí. No pasa el test de ningún profesional experto.
Una publicidad oficial dice “Si se pudo evitar, entonces no fue un accidente”. Es verdad.
Antes de las pericias el secretario de Transporte -que se ha revelado como una persona de valoraciones pequeñas- brindó dos afirmaciones que sustentan que la cantidad de muertos se pudo evitar. Dijo que viajaba demasiada gente. Y que, habitualmente, se pasaban al primer vagón. La suma habría potenciado la catástrofe.
Esas dos situaciones se habrían podido evitar, con los mismos trenes, con más frecuencias y confort. Lo suficiente como para no generar desesperación por subir y bajar. Aún más, se habría evitado con trenes de más capacidad. Relevo de prueba. Después, las pericias y las instancias judiciales que -es lo más probable- no llegarán a nada. Pero la evidencia propuesta por el secretario (pasajeros de más y agolpados) es la ausencia de inversión y control. Suficiente.
Denuncias y auditorías que alertaron murieron, de la misma manera que morirán las pruebas con las que se pretende incriminar a un ex secretario de Transporte.
Exponer el inventario de otras catástrofes ferroviarias fue un sinsentido. Toda catástrofe es única. La primera reacción civilizada no es comparar sino tratar de ejecutar el amparo de los que sufren. La segunda es explicar cómo se piensa hacerla irrepetible. Lo demás está de más.
Hacerla irrepetible tiene como condición necesaria inventariar el desamparo previo y continuado, al que la tragedia está unida.
Un antecedente. Cristina Kirchner publicará el Informe Rattenbach sobre la tragedia de Malvinas, que versa sobre el desamparo, el incumplimiento de los deberes de protección de la vida de los soldados argentinos. El Informe -gran parte- lo conocemos hace décadas como conocemos el estado del servicio ferroviario. Pero es de destacar la publicación oficial, dispuesta por CFK: equivale a un acto de contrición en la continuidad del Estado por ella representado. La manifestación expresa del dolor por el incumplimiento, la renuncia a repetirlo y el propósito del cambio necesario para que no se vuelva a repetir.
Esta tragedia obliga a un Informe Rattenbach sobre el sistema de transporte. La cuestión tiene más años que Malvinas. Y, en vidas, más muertes. Es un sistema en crisis.
Esta tragedia podría ser el disparador de ese Informe que no debe sucumbir a la tentación del pasado, que llega hasta el miércoles de esta semana, sino que debe abrir la perspectiva de una seria discusión para lograr el diseño, compartido por todos los sectores políticos (todos), sociales y económicos, con la amplitud y perspectiva de continuidad, para que, como decía Olivera, se alcance una oferta del bien público transporte del nivel indispensable para la plena utilización de los recursos productivos y la garantía de integración del territorio y la calidad de vida.
La rifa de la acumulación de bienes y saberes, realizada por generaciones de argentinos, denominada “privatización”, está concluyendo ominosamente en la conformación de una oligarquía de concesionarios que fabrican, a velocidad meteórica, fortunas hijas del dispendio del Estado sin retribuir a cambio oferta de servicios por las que el Estado y los ciudadanos pagan.
Este sistema de concesionarios está hoy en nivel de escándalo en las áreas de transporte y energía.
La única manera de reparar el daño y evitar nuevas catástrofes es tratar de retirar esas concesiones por incumplimiento y sin compensación alguna. Ésa es la condición necesaria para que una política nacional de bienes públicos tenga alguna viabilidad. Sin pagar y sin cambiar un concesionario por otro.
Lo que fracasó en petróleo y en transporte es un sistema y, por cierto, los hombres que han estado de uno y otro lado a cargo de ello. Pero de nada vale el cambio de hombres sin cambio del sistema. Eso ya lo hemos visto.
Hace 5 años.
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