20 años de colapso
por Slavoj Zizek
The New York Times, 09-11-2009
Hoy es el vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín. En este tiempo de reflexión, se suele resaltar la naturaleza milagrosa de los acontecimientos que se iniciaron ese día: un sueño parecía hacerse realidad, los regímenes comunistas colapsaban como un castillo de naipes, y de pronto el mundo cambiaba de modos que unos pocos meses antes parecían inimaginables ¿Quién podía haber imaginado, en Polonia, elecciones libres que llevaran a la presidencia a Lech Walesa?
Pero cuando la nueva realidad capitalista democrática disipó la neblina sublime de las revoluciones de terciopelo, la reacción popular fue de un inevitable desencanto, que se manifestó a su vez en la nostalgia por los “buenos viejos tiempos” comunistas; en un populismo nacionalista de derechas; y en una renovada y tardía paranoia anticomunista.
Es fácil entender las dos primeras reacciones. Ahora se suele escuchar a los mismos derechistas que décadas atrás gritaban “¡Mejor muerto que rojo!” farfullar un “Mejor rojo que comiendo hamburguesas”. Pero no hay que tomar demasiado en serio la nostalgia comunista: lejos de expresar un deseo real de retorno a la gris realidad socialista, es más bien una especie de velatorio, un elegante modo de sacarse de encima el pasado. El ascenso del populismo de derecha no es una particularidad de Europa Oriental, sino un rasgo común de los países atrapados en el vórtice globalizador.
Mucho más interesante es el reciente resurgir del anticomunismo, desde Hungría hasta Eslovenia. Durante el otoño de 2006, vastas protestas contra el Partido Socialista, en el gobierno, paralizaron a Hungría por varias semanas. Los manifestantes vinculaban la crisis económica del país al hecho de que lo gobernaban sucesores del Partido Comunista. Negaban toda legitimidad al gobierno, por más que había llegado al poder en elecciones democráticas. Cuando la policía intervino para restablecer el orden social, se hicieron comparaciones con el Ejército Rojo y el aplastamiento de la rebelión anticomunista de 1956.
Este nuevo terror anticomunista va incluso a la caza de los símbolos. En junio de 2008, se aprobó en Lituania una ley que prohíbe el despliegue público de imagines como la hoz y el martillo, o la ejecución del himno soviético. En abril de 2009, el gobierno polaco propuso ampliar una prohibición de la propaganda totalitaria para que incluya libros, ropa y otros productos comunistas: se podría caer preso por usar una remera con la cara del Che.
No es para maravillarse que en Eslovenia el principal reproche de la derecha populista a la izquierda es que en ella reside la “fuerza de la continuidad” del viejo régimen comunista. En una atmósfera tan asfixiante, se reducen los nuevos problemas y desafíos a la repetición de viejas luchas, hasta la absurda pretensión (que a veces aparece en Polonia y Eslovenia) de que la defensa de los derechos de los homosexuales y de la legalización del aborto forman parte de un oscuro plan comunista para desmoralizar al país.
¿De dónde brota la fuerza de esta resurrección del anticomunismo? ¿Por qué resucitan los viejos fantasmas en países donde buena parte de la juventud ni siquiera recuerda los tiempos del comunismo? El nuevo anticomunismo da una respuesta sencilla a la pregunta: “¿Si el capitalismo es realmente tanto mejor que el socialismo, porqué entonces llevamos una vida tan miserable?”
Muchos creen que se debe a que en realidad no estamos en el capitalismo: todavía no tenemos una verdadera democracia, sino su máscara distractiva, y las mismas fuerzas siguen tirando de las cuerdas del poder, una estrecha secta de antiguos comunistas disfrazados de dueños y gerentes: nada cambió, en realidad, así que necesitamos otra purga, hay que repetir la revolución...
Lo que estos anticomunistas tardíos no perciben es que la imagen que dan de su sociedad se acerca increíblemente a la más trillada imagen izquierdista del capitalismo: una sociedad donde la democracia formal no hace más que encubrir el dominio de una minoría adinerada.
Se puede plantear también que al momento del colapso de los regímenes comunistas los antiguos comunistas desilusionados estaban, efectivamente, en mejores condiciones de manejar la nueva economía capitalista que los disidentes populistas. Mientras los héroes de las protestas anticomunistas siguieron en sus sueños de una nueva sociedad de justicia, honestidad y solidaridad, los antiguos comunistas pudieron acomodarse despiadadamente a las nuevas reglas capitalistas y al nuevo y cruel mundo de la eficiencia del mercado, con todas sus trampas y su corrupción, antigua y nueva.
Los países donde los comunistas permitieron la explosión capitalista mientras se mantenían en el poder parecen más capitalistas que los propios capitalistas liberales de Occidente. En una loca doble reversión, el capitalismo venció al comunismo, pero el precio que ha pagado por su victoria es que los comunistas lo están derrotando en su propio terreno.
Es por eso que la China actual es tan inquietante: el capitalismo, siempre, pareció estar inextricablemente vinculado a la democracia. Frente a la explosión capitalista en la República Popular, muchos analistas siguen suponiendo que la democracia política terminará por afirmarse allí.
Pero… ¿qué pasa si este tipo de capitalismo autoritario se demuestra más eficiente, más capaz de producir ganancias que nuestro capitalismo liberal? Qué pasa si la democracia ya no es más el acompañamiento necesario y natural del desarrollo económico, sino su impedimento?
Si éste es el caso, entonces quizás no haya que descartar el desencanto con el capitalismo en los países postcomunistas como un mero signo de expectativas “inmaduras” de gente que no tenía una imagen realista del capitalismo.
Cuando el pueblo protestaba contra los regímenes comunistas de Europa Oriental, la gran mayoría no pedía capitalismo. Pedía la libertad de vivir sus vidas fuera del control del estado, la de reunirse y conversar de lo que se le diera la gana. Quería una vida de simplicidad y sinceridad, libre del primitivo adoctrinamiento ideológico y de la hipocresía cínica prevaleciente.
Muchos comentaristas observaron que las ideas que movían a los manifestantes venían en gran medida de la propia ideología socialista del gobierno: la gente aspiraba a algo que se podría definir con la mayor precisión como “socialismo con rostro humano”. Quizás esta actitud merece una segunda oportunidad.
Esto trae a la memoria la vida y muerte de Víctor Kravchenko, un ingeniero soviético que se pasó de bando durante una misión comercial a Washington, en 1944, y escribió luego unas memorias que se convirtieron en un best séller: “Elegí la libertad”. Su informe en primera persona de los horrores del stalinismo incluyó un relato detallado de la hambruna masiva de principios de la década de 1930 en Ucrania, donde Kravchenko –por entonces aún un creyente sincero en el sistema- ayudó a imponer la
colectivización.
Todo lo que la gente sabe sobre Kravchenko termina en 1949. Ese año, inició una acción legal contra el semanario comunista francés Les Lettres Françaises después de que este difundiera que era un borracho, que golpeaba a su esposa, y que sus memorias eran el resultado de la acción de propaganda de espías estadounidenses. En la corte prisina, generales soviéticos y campesinos rusos dieron testimonio para discutir la veracidad de los escritos de Kravchenko, y el juicio que había empezado como una acción privada terminó transformándose en una acusación espectacular contra todo el sistema stalinista.
Pero inmediatamente después de su victoria en el juicio, cuando a Kravchenko todavía se lo aclamaba en todo el mundo como un héroe de la guerra fría, tuvo el coraje de expresarse pública y apasionadamente contra las cacerías de brujas de Joseph McCarthy. “Creo profundamente”, escribió, “que en la lucha contra los comunistas y sus organizaciones... no podemos, no debemos, recurrir a los métodos y formas utilizadas por los comunistas”. Advertía a los estadounidenses: combatir al stalinismo de ese modo era cortejar el peligro de empezar a parecerse al oponente.
Kravchenko también empezó a obsesionarse cada vez más con las desigualdades de Occidente, y escribió una continuación a “Elegí la libertad”, que significativamente llevó el título “Elegí la justicia”. Se dedico a encontrar formas menos explotadoras de colectivización, y terminó en Bolivia, donde despilfarró todo su dinero tratando de organizar a los campesinos pobres. Fracasó y, aplastado por ese fracaso, se retiró a la vida privada. En 1966 se suicidó de un tiro en su casa de Nueva York.
¿Cómo llegamos aquí? Engañados por el comunismo del siglo XX y decepcionados con el capitalismo del siglo XXI, lo único que nos cabe esperar es que surjan nuevos Kravchenkos... y que tengan final más feliz. En la búsqueda de la justicia, tendrán que empezar desde cero. Tendrán que inventar sus propias ideologías. Se los denunciará como utopistas peligrosos, pero solo ellos habrán despertado del sueño utópico que nos tiene a todos los demás bajo su dominio.
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