Futuros del futuro
por Martín Caparrós
Es el tipo de información al que muy pocos hacen caso: el tipo de información que, dentro de veinte o treinta años, va a ser lo único que se recuerde de estos tiempos.
–¿Te acordás hermano de cuando Cristina se despachó con esos DNU?
–¿Qué Cristina, la novia de tu prima Ruti?
Vivimos sumergidos en esa marejada que los medios y los periodistas –y los millones de víctimas de su visión del mundo– solemos llamar actualidad y que sirve, en general, para no pensar más allá del martes a las cuatro de la tarde.
–Pero no me digas que no te acordás de cuando se descubrió que un jefe de policía había armado unas escuchas telefónicas que…
–Disculpame, ¿telefónicas qué significaba?
Y así seguimos, sumergidos en la ola de nimiedades que nos enseñaron a creer importantes. En cambio, no nos paramos un minuto ante el informe de la directora general de la Organización Mundial de la Salud, una señora Margaret Chan, que dijo hace unos días que los chicos que nacen ahora “podrían ser la primera generación en muchísimo tiempo en tener una esperanza de vida más baja que sus padres”. Después explicó que las enfermedades no contagiosas de los países ricos –pulmonares y cardiovasculares, cánceres, diabetes– llegaron con fuerza a los países pobres, donde los sistemas sanitarios, ya mal preparados para lidiar con enfermedades infecciosas y agudas, no consiguen enfrentar estos problemas crónicos muy relacionados con nuevos estilos de vida: tabaco, estrés, comida basura. Y que esa amenaza es suficientemente seria como para bajar la esperanza de vida global, dijo la señora Chan, en un pronóstico que podría haber sido –y no fue– un terremoto. Porque la esperanza de vida es uno de los datos más decisivos para evaluar el estado de una sociedad, uno de los dos o tres indicadores clave. Es obvio: para vivir mejor o peor es preciso, ante todo, estar vivo.
La esperanza lleva siglos creciendo sin parar. Los romanos del Imperio o los indios precolombinos tenían una expectativa de vida promedio que rondaba los 30 años; los europeos occidentales del 1900, unos 45; cualquier compatriota, ahora, más de 74 –aunque, por supuesto, las estadísticas son una simplificación: decíamos hace unos días que un compatriota de Belgrano puede esperar una vida bastante más larga que un compatriota del Impenetrable. Pero, en cualquier caso, la sostenida prolongación de nuestras vidas es uno de los grandes argumentos para sostener que, a pesar de los pesares, la humanidad ha “progresado”: vivir el doble es, más acá de cualquier otra consideración, obviamente mejor que vivir la mitad.
–¿A usted le parece?
–¿A usted no?
Progreso es un sustantivo muy calificativo: se lo podría definir como los cambios que nos gustan –opuesto a retroceso o decadencia, que serían los que no. En los últimos siglos nos acostumbramos a imaginar ese progreso como algo constante: la promesa de que el paso del tiempo mejoraría las condiciones generales de la vida. Una de las bases de la modernidad –esta época confusa que empezó con la Revolución Francesa y que algunos dan por terminada y otros no– es esa idea del futuro como promesa. El futuro siempre sirvió para eso: los hombres nunca pudieron soportar lo insoportable del presente sin una ilusión, un relato posible, eso que ahora llaman utopía para dejarlo fuera de juego. La originalidad de la época moderna fue que la promesa ya no era aquella vida mejor en otro mundo que solían vender las religiones: ya no una salvación mítica incomprobable sino una salvación social concreta, una vida mejor en este mundo cruel, gracias a la política y la técnica. Y ahora muchos datos señalan que esa idea del futuro se derrumba, y la reemplaza la amenaza. Una encuesta reciente –del Pew Center, hecha en esos países que hacen estas encuestas– dice que el ochenta por ciento de los franceses, setenta de italianos y alemanes, sesenta de americanos y británicos creen que sus hijos van a vivir peor que ellos. Cualquier recorrido por los discursos más al uso muestra las razones de ese susto: la finitud de los recursos, la violencia, la superpoblación, el cambio climático, la convicción de que somos una mierda, hacen que lo que viene parezca peor que lo que hay.
–Yo se lo dije, mire vea. He descubierto que la humanidad no tiene solución.
–¿Y no probó con la pólvora, mi estimado?
Estamos en uno de esos momentos necios de la historia en que nadie tiene una buena idea sobre qué esperar del futuro, y entonces nos dedicamos a temerlo. El presente siempre es insatisfacción garantizada; me gustaría saber por qué, entonces, ciertos presentes producen futuros de esperanza y otros, futuros de terrores. Alguien podría pensar que la historia del mundo podría leerse a partir de esa dicotomía: las épocas que buscan su futuro, las que lo miran con espanto.
Supongo, provisoriamente, que nunca hay menos futuro que en los períodos que acaban de desechar uno –que recién tiraron: ahora mismo, sin ir más lejos, cuando los discursos sobre el futuro venturoso igualitario se han hecho trizas y todavía no aparecen los que deben reemplazarlos. Que aparecerán, más temprano que tarde: el futuro no se encuentra dentro de quince, veinte, cincuenta años; el futuro es una variable del presente, un relato sobre cómo ese presente se ve y se pretende –y la humanidad, en general, no ha sabido vivir sin alguna forma de futuro esplendoroso: el presente es demasiado duro como para soportarlo sin la promesa de otra cosa. Por eso creo que los períodos sin futuro –sin esperanza puesta en el futuro– duran menos que los otros y ahora, en buena parte del mundo, no hay promesa instalada y funcionando. Sí la hay en lugares como la China o la India o incluso Brasil, donde cientos de millones de personas están llegando al mercado y les parece extraordinario. No la hay en los lugares donde nadie llega o donde muchos llegaron hace tiempo y ya vieron que con eso no alcanza –y se desilusionan y se amargan y no consiguen nada que esperar: nosotros, tantos otros.
Insisto: no creo que dure mucho, porque no sabemos vivir en estas condiciones. Y estoy convencido de que en distintos lugares, en muy variadas situaciones, cantidad de personas imaginan o viven o buscan o descubren formas nuevas de pensar el futuro, de ilusionarse con los cambios posibles –o aparentemente imposibles todavía: están creando los futuros futuros. Y que, en algún tiempo –que pueden ser diez años, treinta años, cincuenta, lapsos espantosos–, cuando esas ideas se constituyan en la forma de pensar el mundo, algún memorioso va a recordar que los hombres de principios del siglo XXI estaban tan desanimados que incluso llegaron a suponer que, por primera vez en tanto tiempo, sus hijos vivirían menos que ellos. O quizá me equivoque como siempre y entonces, dentro de diez años, treinta, cincuenta años, alguien va a decir sí, recuerden, la decadencia final empezó cuando la esperanza de vida de los hijos se hizo más breve que la de sus padres. Son momentos que definen épocas y –por eso, supongo– no salen en los diarios.
Hace 5 años.
0 comentarios:
Publicar un comentario