por Ignacio Zuleta
Ambito Financiero, 28-10-2011
Que el segundo mandato de Cristina de Kirchner sea el primer Gobierno de la década con fuerza y poder propio es el dato más saludable del proceso que se abre el 10 de diciembre. Desde la crisis de la Alianza en el año 2000 -renuncia de Chacho Álvarez a la vicepresidencia- la Argentina ha padecido la maldición de los gobiernos débiles. Lo fueron todos, desde el de De la Rúa de ese año hasta el que Cristina de Kirchner termina en diciembre. Que un Gobierno sea débil es malo porque impide que la administración tome medidas que puedan ser antipáticas para el público en el momento aunque en el largo plazo se justifiquen. Un Gobierno débil termina siendo un Gobierno que se asusta ante las puebladas y busca esconderse en demagogias o en el frenesí de la propaganda; suele terminar confundiendo programa de Gobierno con campaña publicitaria. Suele explotar las herramientas de la alienación, que ha condenado la modernidad como manera de gobernar en democracia, como el culto a la personalidad.
Un Gobierno tiene la obligación de ser fuerte, un mandatario tiene la obligación de pelear por su estabilidad, y más en un país como la Argentina en donde los gobiernos se caen cada tanto. Lo entiende el público que consiente que sus mandatarios cometan excesos en la protección de su estabilidad; el público en la Argentina le tiene horror al espectáculo de 2001 de las presidencias seriales y ha buscado quebrar esa cadena de desgracias que hace que cada diez años caigan gobiernos, cambie la moneda, haga más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Ésta una de las explicaciones del voto del 23 de octubre, que revela una finísima comprensión por parte de los votantes de lo que quieren.
Hizo ganar a todos los oficialismos en todo el país a los largo de 2011, incluyendo al oficialismo nacional. La instala a Cristina de Kirchner en otro mandato con un 54% de los votos, pero a la vez respalda a los legisladores de la primera oposición, el radicalismo, que no perdió ninguna banca ni en Diputados y ni en el Senado. Sostiene a esa fuerza en el control, pero la ha barrido de todas las provincias, salvo Corrientes. Quizás para que siga alimentando la UCR el método que le permite al peronismo realimentarse en el poder.
Iniciativa radical
Con melancolía y resignación, Ricardo Alfonsín le arrojó ayer otra flor al Gobierno al cual dice oponerse: dijo que el decreto que obliga a petroleras y mineras a liquidar sus dólares de exportación en el país es una vieja iniciativa radical que sostuvieron las administraciones de Arturo Illia y de su padre -no la de Fernando de la Rúa, que consintió la libre disponibilidad que les había dado Carlos Menem a esas actividades-. Se entiende que lo festeje el diputado, como Elisa Carrió que se cansó de repetir que la asignación universal por hijo era un invento de ella, pero que terminaron aplicando sus adversarios más jurados. También la privatización de Aerolíneas, la de los fondos de pensión y la ley de medios habían sido en el pasado iniciativas radicales que instrumentó el kirchnerismo. ¿Quién había privatizado aviones y jubilaciones? El peronismo, con la oposición del radicalismo. ¿Para quién se hizo la ley de medios de Gustavo López sino para Fernando de la Rúa?
Esos tres proyectos los movilizó Néstor Kirchner después de perder la elección legislativa del 28 de junio y antes de que asumiera la nueva Legislatura. Con eso logró hacer músculo, arrinconar a adversarios que no podían oponerse con sinceridad y convicción a proyectos que habían sostenido contra el peronismo. Con eso, como ahora Cristina de Kirchner con el decreto para la liquidación de los dólares, aplicó silenciosamente el método del peronismo para asegurarse la permanencia en el poder: interpretar el humor colectivo en torno a una agenda que la sociedad mantiene firme por lo menos desde 1995 -en la elección de ese año la expresó la fórmula Bordón-Álvarez-.
Acomodarse a esa agenda es lo que le ha dado a Cristina de Kirchner el principal producto de la elección del 23 de octubre: el suyo es el primer Gobierno fuerte de la última década. En 2003 su marido asumió después de perder la elección ante Carlos Menem y con el 22% de los votos. En 2005 -elecciones legislativas con Cristina candidata a senadora nacional por Buenos Aires- el kirchnerismo y el PJ que adhería al matrimonio sacó el 26,1% de los votos del padrón general. En 2007 la fórmula presidencial para el primer mandato cristinista sacó el 45,29% de los votos sostenidos por su alianza con una importante porción de la UCR -ponía el vicepresidente- y con el aporte de Daniel Scioli como candidato ganador en la gobernación de Buenos Aires. La alianza con esos radicales estalló pronto y sus consecuencias se vieron en las legislativas de 2009, cuando la dupla Kirchner-Scioli fue derrotada en Buenos Aires por un aficionado -Francisco de Narváez-, cuya habilidad fue traducir el humor antigobierno parado sobre dos apoyos ajenos, el duhaldismo provincial y el macrismo.
Entre 2003 y 2009, con esos números, las gestiones Kirchner debieron gobernar con apoyos frágiles que los obligaron a aplicar el mismo método que el peronismo -fuerza a la que le importa antes mantener el poder y después decidir para qué proyecto- empleó en 1973, cuando tradujo el viento de un sector de la burguesía en favor de las consignas insurgentes (el Perón usando a la «juventud maravillosa» a la que dejó en manos, al final, del lopezrreguismo). En los años 90, Menem supo expresar el hastío de las clases medias frente a un Estado que había fracasado y que parecía haber perdido la justificación misma de su existencia, que había producido en las décadas recientes miles de desaparecidos, había destruido riqueza a mansalva con crisis que terminaron en picos de hiperinflación y que había generado una deuda pública descomunal.
Lemas
Al Menem desregulador se le opuso un Raúl Alfonsín que importó al país las consignas contra el neoliberalismo y el consenso de Washington. Lo azotó al menemismo con esos lemas que en 1995 expresó el peronismo disidente del Frepaso, en 1997 la Alianza UCR-Frepaso que permitió que Graciela Fernández Meijide la tumbase a Chiche Duhalde nada menos que en el bastión más sólido del peronismo, la provincia de Buenos Aires.
En 1999 Eduardo Duhalde, candidato oficial, trató de reconvertir el discurso del peronismo apropiándose de esas banderas contra el neoliberalismo que tenía como emblema la convertibilidad. Fracasó en convencer a los votantes, fascinados con la dupla De la Rúa-Álvarez. Cuando el peronismo reasumió el Gobierno en 2002 para que Duhalde terminase el mandato para el cual le había ganado De la Rúa en 1999, el discurso antineoliberal ya era propiedad de los peronistas, como otras consignas de coyuntura que habían sido de los radicales, como el ataque a la integración de la Corte Suprema de Justicia que el propio peronismo había designado pocos años antes. El final del Gobierno provisional de Duhalde no se entiende sin este ingrediente de la pelea con la Corte, que lo amenazó siempre con convalidar la dolarización de la economía a cambio de que le diera estabilidad en los cargos.
Esa pelea con la Corte la retomó Néstor Kirchner desde 2003 traduciendo desde su debilidad de origen el humor colectivo que habían instalado desde la década anterior los radicales que jugaron otra vez un rol que explica su declinación electoral: compran la carne, encienden el fuego, pero al asado se lo comen otros.
Con ese método de apropiación de proyectos ajenos para asegurarse la identificación del público logró Néstor Kirchner transitar su débil mandato. Lo fue tanto que rechazó una reelección; no creía que tuviera la fuerza suficiente para que el peronismo se mantuviera en el poder. Antes, había dado giros rotundos para evitar colisiones con la opinión pública, como cuando cambió la política de seguridad al enfrentar el fenómeno de Juan Carlos Blumberg. Lo echó a Gustavo Béliz, identificado en su momento con el garantismo, y lo reemplazó por Alberto Iribarne, que venía de ser el viceministro de Carlos Corach. El mismo pagó la deuda con el FMI sin que el organismo se la reclamase -u$s 10 mil millones- en un momento en el que las reservas no eran las de hoy fue la respuesta del Gobierno a encuestas que anotaban como un pasivo de la gestión la imagen de que los funcionarios tomaban medidas ordenadas por el FMI. Ese pago obedeció también a un gesto de hacer músculo aplicando proyectos ajenos; según el manual de la economía peronista, pagar -y menos deuda externa- y morir es lo último. Pero se trataba de expresar poder desde el no poder.
Cuando el kirchnerismo quiso quebrar el método de expresar a la burguesía a través de consignas radicales, perdió. Fue en 2008 en la pelea con el campo, a la que le puso el broche la derrota en las legislativas de 2009. Se dio cuenta rápido Kirchner y precipitó entre julio y diciembre de ese año la aprobación en serie de los proyectos más emblemáticos de la agenda radical (Aerolíneas, AFJP y medios) con lo cual terminó de vaciar a sus adversarios.
Tampoco se explica el resultado del 23 de octubre sin esto: que dejó a los opositores como Alfonsín reclamando, como gran iniciativa, que la asignación universal fue sancionada por ley. Una minucia decorativa.
La oposición, que se creyó la leyenda de que los gobiernos desde 2003 fueron fuertes, dice temer ahora a esta fortaleza que le dan los votos al nuevo Gobierno. Lo primero era una simplificación; también lo segundo porque usar la fuerza tiene costos si no hay una construcción equivalente al mensaje de un votante que ha demostrado ser exigente y preciso en sus demandas.
Hace 5 años.
2 comentarios:
El problema seria si el gobierno siendo fuerte siguiera actuando como si fuera debil intentando ganar mas poder convalidando iniciativas ajenas...
¿Por qué no? A mí me parece una buena estrategia. Gana el gobierno, que impulsa iniciativas jugadas con la excusa (real) de una presión social, y ganan las minorías intensas que las impulsan, que quieran o no necesitan del impulso legislativo de un Rossi o de un Pichetto para llevarlas adelante.
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