No es que me lo dijera, pero sí: en su modo silencioso de alcanzarme el mate, en la forma en que me comentaba la frase de un autor, el destino de un personaje desdichado, la belleza de una descripción, Merceditas me estaba diciendo cuánto nos entendíamos, qué forma tan privilegiada del amor nos habíamos sabido construir. Nos hablábamos con palabras de otros, con palabras en las que ningún otro habría reconocido lo que en verdad decíamos: era nuestro secreto, el que no habíamos tenido que pactar siquiera, el que no necesitó que lo nombráramos. El respeto infinito.
(...) Fue un tiempo tan feliz. Aunque el maestro Rosseau diría que la frase es una contradicción: el privilegio de la felicidad consiste en anular el tiempo Yo lo sentí: tuve que hacer después, cuando pasó lo que pasó, un esfuerzo para decidir cuántos años habíamos vivido esa pasión sin sobresaltos.
Es curioso lo fácil que resulta creer que las cosas serán siempre como son. Siempre, quiero decir: por más tiempo que el que uno se permite imaginar. Por otro tiempo.
Y de repente esas líneas, que había convivido conmigo todos estos años desde que alguien me regalara hace un tiempo el libro que las contenía, parecían cobrar otro significado. (Otro triunfo del tiempo, otra derrota del formol imposible.)
El respeto infinito, decía. Brindo por ello.