por Pablo Alabarces
Crítica, 04-08-2008
La profecía es un arte complicado, casi impracticable: los grandes profetas pertenecen al mundo de los mitos y las religiones, aunque algunos intenten demostrar, frente a cada catástrofe, que ya estaba anunciada por Rasputín o Nostradamus –para no hablar de los pronosticadores astrológicos locales o, siquiera, de los meteorólogos. Más interesante es el mundo del arte y la literatura porque, como no pretenden hacer ciencia, pueden terminar haciendo magia: de allí esa reiterada convicción con la que la vida insiste en imitar al arte, y de allí la minuciosidad con la que las clases dominantes argentinas se parecieron al señor Lanari, el inolvidable personaje de Cabecita negra, de Germán Rozenmacher, que reclamaba, en 1962, el uso de “la fuerza pública y el ejército” para reprimir a tanto negro insurrecto.
A veces, claro, esa capacidad visionaria del arte falla. La música popular puede creer, por ejemplo, en algún momento de desbordante optimismo, que se desalambrará la tierra cuando se la tenga, sin imaginar la existencia de un pool de siembra sojero o que Emiliano Zapata iba a devenir el Torito Alfredito. O puede imaginar que los dinosaurios van a desaparecer, sin saber que la resistencia y la capacidad mimética de los grandes reptiles argentinos es infinita: el diario La Nación sigue fiel a su brontosaurismo, Mirtha Legrand almuerza inconmovible, la UCR se imagina viva y cletista, mientras Charly García se extingue en una clínica de adictos.
No es por su capacidad profética, empero, que Charly es lo que es para nuestra cultura. En lo de los dinosaurios le erró por mucho, transportado de optimismo –como tantos de todos nosotros– por la primavera democrática. Pero durante veinte años fue el mayor creador e innovador de nuestro rock –que era entonces, como no lo es ahora, la locomotora de toda la música popular, la que marcaba las líneas de la transformación y de la creatividad. El que inventó sucesivamente el folk acústico, la balada pop, el rock sinfónico, la modernidad sonora de los ochenta: mientras miraba las nuevas olas era parte del mar, un clásico a los treinta y dos años. Fueron veinte años increíbles e intensos, los que van de Vida a Tango 4; desde 1991 hasta hoy hay mucho que no me gusta, salvo insistir en las recopilaciones o en las colecciones –como hice ayer, conmovido ante la juventud de las fotos de Vida y el iconismo tan pavote de Confesiones de invierno, pero también ante la potencia de Películas o La grasa de las capitales. Todos ellos, apenas, cuatro clásicos de la música popular argentina del siglo XX.
Como buen ídolo popular, es altamente probable que Charly sea un tipo muy complicado: pedante, intolerante, machista (pero la llevó a María Gabriela Epumer a tocar la guitarra, en un rock tan macho como éste), reaccionario; su menemismo no servía ni para espantar burgueses. Pero los ídolos populares no están para ser modelos ni para liderar nada: están, pavada de función, para nuestro goce. Y luego se consumen en la llama del deseo, porque soportar tanto placer transferido es muy pesado –pregúntenle a Maradona, otro genio tan atravesado como Charly. Y aún más: una de las cosas que la sociología de la cultura ha descubierto es que la música no viene a reflejarnos, sino que viene a constituirnos, a inventarnos. La canción popular no “refleja nuestra realidad”: la inventa y a la vez nos construye gozando y soñando y sufriendo y amando –y vaya aquí mi homenaje para mi amigo Marcelo, que se enamoraba rasguñando las piedras. Nosotros, los de cuarentaypico, simplemente fuimos inventados por Charly García, entre pocos otros.
Y parece que los ídolos del rock se queman en su propia llama si son honestos y consecuentes, y deciden que si no pueden sustraer su música al mercado por lo menos van a sustraer su cuerpo al destino del caretaje: esa llama es el exceso, la desmesura de la transgresión, del sexo, droga y rock & roll. Sin rescates ni yogures light. En esa consecuencia, claro, redimen nuestra cobardía: se sacrifican por todos los que no podemos ni sabemos ni nos animamos a ser como ellos. Y luego, en la caída, son víctimas del morbo del mismo mercado al que dieron opíparamente de comer; de estrellas se transforman en basuras condenadas por los hipócritas y por las cámaras clandestinas que insisten en transmitir el derrumbe.
El aeropuerto de Río de Janeiro se llama “Antônio Carlos Jobim”. El de Buenos Aires se llama brigadier nomeimportacómo. Charly se muere de rock, y la alegría sigue siendo sólo brasilera.
Hace 4 años.
2 comentarios:
...?
Extraño el post, sí, me gustaron más las anteriores notas de Alabarces, acá ya está volviendo a la veta que lo hizo más famoso, de hablar del goce de la música popular y bla ble blu. :P
Igual siempre el tema de cómo nombrar las calles (en este caso aeropuertos) a mí siempre me gusta. Se hubiera puesto a hablar de eso en toda la nota y le levantaba el pulgar. :P
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