por Pablo Alabarces
Crítica, 28-04-2008
Uno de los problemas enormes del concepto de “representación” es que nos dispara, simultáneamente, para varios lados. Especialmente, para dos; y los dos son a su vez tan complicados y tan actuales, de discusión tan urgente, que puede ser una buena idea pensarlos un poco.
El primer lado es el político: en un sistema democrático, la representación es la clave que organiza toda la comunidad, e implica problemas tales como decidir cuándo, qué y quién es representativo. Este aspecto es el que prefiero dejar a los politólogos, que saben mucho más del asunto. Apenas permítanme un apunte mediático: esa representatividad se discute también en los medios de comunicación, porque aunque la clave es la elección (el político repite, obsesivamente, “a mí me eligió la gente”, sin olvidar aquellos anacrónicos que prefieren decir “me eligió el pueblo de mi provincia” o los más modernos y paquetes que sostienen que los eligieron “los vecinos”), la telepolítica contemporánea exige que esa delegación (“el pueblo delibera y gobierna por medio de sus representantes”) se reconfirme día a día: el humor ciudadano es cambiante, las traiciones políticas están a la orden del día (desde el Punto Final para acá, veinte años nos contemplan), las representatividades se evaporan, y los medios son el escenario mediocre de ese debate. Es atrapante, por decir algo, escuchar simultáneamente a un sesudo periodista de cable afirmando “lagente dice que…”, al mismo tiempo que el político gruñe un “lagente por la calle me pide que…”, como si ambos bajaran alguna vez del auto. Más aún: como si “lagente” existiera, y no fuera más que un invento cómodo para no decir nada. Si lo que se representa, política o mediáticamente, es la voz de lagente, estamos sonados: lo lamento, pero tal cosa no existe. Como mucho, hay gentes: las hay altas y gordas, las hay flacas y negras, las hay cordobesas y jóvenes, las hay mujeres y burguesas, las hay campesinas y quechuahablantes. Y si todos y todas opinaran y desearan lo mismo, como hace lagente de la que hablan los políticos y los medios, lo nuestro no sería una sociedad, sino un cementerio.
Y esto nos lleva a nuestra segunda posibilidad: “representar” es también poner en escena, narrar, poner algo en lugar de otra cosa. Lo que hace todo lenguaje, digamos: la palabra “perro” no muerde, como recuerdan los profesores de lengua. Al hablar, al poner cosas en palabras o en imágenes, estamos condenados a representar. En general, los seres humanos y humanas normales la llevamos con bastante dignidad: sabemos que elegimos, que exageramos, que mentimos, que deformamos. Los medios de comunicación, en cambio, sostienen que no es así; afirman que ellos son seres excepcionales condenados a “reflejar la realidad”, con lo que terminan afirmando dos cosas al mismo tiempo: que hay una sola realidad y que los medios son gigantescos espejos. Aclaremos: no vamos a caer en un relativismo exasperado que sostenga que hay tantas realidades como sujetos y sujetas. No, no es así: pero sí tenemos que aceptar alguna vez que las percepciones de los seres vivos, condicionadas por montones de factores, pueden ser distintas.
Lo de los espejos, en cambio, es a esta altura intolerable. Cada vez que un periodista o una cámara empresarial afirman orondos que ellos y ellas reflejan la realidad, escandalizan por su ignorancia, la que no resistiría un examen parcial en cualquier facultad de humanidades o sociales. Ni siquiera pueden ver (en realidad, no lo quieren ver o no lo pueden reconocer) que los espejos deforman e invierten: que las derechas, por ejemplo, se transforman en izquierdas. La cobertura del conflicto campestre lo demostró palmariamente: pero no necesariamente por los “intereses de los medios”, sino por las propias cosmovisiones de sus cronistas y movileros; donde ellos y ellas ven clases medias, los iguales, la gentecomouno, se trata de “gentes”. Cuando las pieles se ennegrecen, yo no soy racista, le digo más, tengo un amigo negro, pero no es piquetero, como todos estos. Y entonces el famoso espejo de la realidad se transforma groseramente en la puesta en escena de los miedos y los etnocentrismos de clase de sus periodistas.
Todo esto es tan innegable como inmodificable: porque está en las leyes de la lengua (“no se puede no representar, no se puede ser objetivo, el lenguaje es arbitrario”), en las leyes del periodismo (“serán tan objetivo como tus limitaciones culturales, los intereses de tu medio y los caprichos de tu jefe de redacción así lo permitan”) y en las de la política (“si hubiera dicho la verdad, este montón de idiotas no me hubiera votado”). Lo que enternece es ver los esfuerzos que se hacen para disimularlo. Generalmente, con tan poca fortuna.
Hace 5 años.
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