It makes no sense at all / I saw red, I saw red, I saw red
Sublime, 1994
Escribo estas líneas a dos horas del cierre del partido y de la clasificación, agónica, a octavos de final de un equipo que, por jerarquía, historia y plantel, debería estar entre los cuatro, cinco mejores equipos de la Copa del Mundo. Una foto: a los 76 minutos, mientras los partidos en simultáneo en San Petersburgo y Rostov del Don estaban empatados 1 a 1, la Argentina estaba última en la tabla de posiciones en el grupo que hasta hace instantes compartía con Nigeria, Croacia e Islandia. Nada de lo que se diga hoy, o en los días eternos de aquí el sábado, podrá opacar este dato duro de la selección argentina de fútbol. Lo que pase al día siguiente de la experiencia albiceleste en Rusia obligará a algún tipo de refundación que excede las vicisitudes de estos noventa minutos.
La selección arrancó su match con unas ganas que no había encontrado en los anteriores encuentros y abrió el marcador con uno de los goles más lindos del Mundial. Un pase filtrado y perfecto de Ever Banega —un teledirigido— que Lionel Andrés Messi bajó como un dios y definió como el genio que es. El resto del primer tiempo se fue apagando entre pases laterales y errores defensivos que casi se pagan caro.
Y qué decir con el agarrón de Mascherano que, VAR mediante, derivó en penal para Nigeria. Vista así, toda la escena parecía de otro partido, pero la jugada clave es la anterior: tres defensores van por una pelota y no se hablan, lo que resulta en un córner casi tan insólito como el penal posterior. Como decía Mariana Enríquez, bajar es lo peor, y la Argentina sabe mucho de golpes anímicos, casi más que cualquier otra selección grande del planeta. A tal punto de que las piernas empezaron a flaquear y la sombra de la eliminación se hizo presente, omnipresente, como cuando faltan veinte minutos en una de suspenso y ya sabés que todo termina mal.
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Cuando habla del Mundial, el lenguaje cojea. Es imposible describir lo que pasó por la cabeza de millones de espectadores, locales y de los otros, cuando en el minuto 86 —cuando ya todo estaba dicho y la Argentina se encaminaba a una eliminación en primera ronda a manos de un equipo africano— Gabriel Mercado tiró un centro y alguien conectó y la red se infló. (No sé si les pasa a ustedes: a mí, en ese segundo crucial, la cabeza se me nubla, llega más tarde. Lo primero que pensé es que había sido gol de Sergio Agüero: es que creí ver a un nueve que no era Gonzalo Higuaín clavando una certera volea desde el punto del penal. No había chance alguna de que Marcos Rojo estuviese ahí, en ese momento.)
A partir de ahí, el nudo en la garganta, la misma sensación que contra Suiza en el Mundial 2014. La sensación es una mezcla entre euforia, desahogo, alivio y bronca. Se parece mucho a la mueca incontenible de Pablo Giralt tras relatar el gol de la victoria. ¿Por qué? ¿Por qué tiene que ser así?
Leído, al pasar, en Twitter: "Otra vez nos salió. Nunca vamos a aprender nada. NOS AMO".
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Sid Lowe escribe para The Guardian desde el estadio de San Petersburgo. Leo su columna y me emociono. El suyo es un relato bien completo del partido pero me detengo en la descripción que hace del gol de Messi. O mejor dicho, de cómo lo festeja. Dice Lowe:
"He turned and ran, arms outstretched, towards the corner, teammates running after him, slowed and sank to his knees. There he pointed to the sky, neck tilted back, with a look on his face that was almost manic. All around him, the noise. Oh, the noise."
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