por Pablo Alabarces
Profesor de la UBA e investigador del Conicet
De chiquito me gustaban Los Beatles. De grande me siguieron gustando. Algún periodista con inventiva sostuvo que la diferencia era que Los Beatles querían “tener la mano” de las chicas, mientras que los Stones querían metérsela. Capaz que fue por eso: lo cierto es que mi corazoncito pop y mis timideces me dejaron por décadas del lado de acá del fanatismo estón, aunque aún atesore un simple de vinilo con Satisfaction y tenga, en vinilo y en compact, Beggars’ Banquet, que me vuela la cabeza. Hasta que un día, más por Dylan que por ellos, peregriné a River. Era la época de Bridges to Babylon, y seguramente ya había muy poca novedad musical –inventiva, tensión por lo nuevo y lo transgresor, audacia y creatividad– y mucho ritual: la celebración de un encuentro con públicos renovados por generaciones y la vez permanentes, la constatación de la sobrevivencia al exceso y al desenfreno. Para ser sinceros, encontré poca música y mucho espectáculo: magnífico, profesional, ampuloso. Seamos malvados: ideal para una playa carioca. Encontré que todo el exceso, la desmesura y el desborde vital, aquel que había inventado al rock como cultura y a los Rolling como icono, se había transformado en puesta en escena. Que el único desborde era de pantallas, kilovatios y fuegos de artificio. Y dinero, claro, qué duda cabe.
Ahí se acaba la música y empieza la sociología. La descendencia rolinga en la música argentina apenas puede esgrimir cierta repetición estandarizada con pocos hallazgos. Pero la subcultura rolinga, por el contrario, nunca me dejará de fascinar. Porque se hace cuerpo en un mito –el que habla de las marcas en la cara de Richards y de las muescas en la culata de Jagger– para perseverar como imaginariamente irreverente, porque la irreverencia todavía es un dato necesario. Ahí hay una clave que explica los peregrinajes a River. Aunque –volvamos a ser malvados– la irreverencia se disipe frente a los precios de las entradas y al cordón policial que les impide siquiera pisar el barrio. Y los rolingas, disciplinados, no pisan el pastito.
La nota me pareció muy buena, y la leí en la mesa. Todos escucharon atentamente. Cuando terminé, mi viejo dijo:
- Me molesta la gente que usa palabras difíciles.
A lo cual contesté
- Me molesta tu antiintelectualismo.
Y me fui a trabajar.
Hace 5 años.
0 comentarios:
Publicar un comentario